Con agradecimiento especial a Gaby, Héctor y su familia, así como a la asociación biocultural Echeveria.
—¡Mira, wey! ¡Aquí hay un chingo! —grita alguien en la oscuridad mientras apunta su lámpara a un agujero en la tierra donde millares de puntitos rojos; son hormigas que se mueven de aquí para allá—.
Un hombre con botas de goma se acerca y agarra los puntos más grandes y los avienta a una pequeña cubeta azul.
Muestra el contenido del recipiente y hormigas del tamaño de un pulgar se menean y retuercen intentando escapar. La temporada de chicatanas ya comenzó.
En El Texme, una pequeña comunidad a 15 minutos de Tenango de Doria en Hidalgo, el sol es opaco pero caluroso y las lluvias abundan. Rara vez se puede ver la cima de los cerros y montañas tapadas por los grises nubarrones y una fina neblina. Tales condiciones, aunadas a una altitud de más de mil 600 metros sobre el nivel del mar, conforman uno de los ecosistemas con mayor presencia de flora en el país, el bosque mesófilo o nuboso, hogar del 11% de las especies vegetales de México.
A donde quiera que uno mire los tonos verdes imperan. El pasto verde encendido, las laderas cubiertas de árboles y prácticamente todo está cubierto por el musgo verde aterciopelado. La vida siempre encuentra su camino.
Perdidos entre los pastizales y laderas surgen esporádicos montículos de tierra rodeados de manchones cafés. Al acercarse, pequeños puntos rojos van de aquí para allá y todo cobra sentido: es una colonia de hormigas arrieras.
—Si está lloviendo no salen. Si salen hay que ir temprano a buscarlas porque se meten antes de que amanezca —explica Héctor, nuestro anfitrión, sobre las chicatanas antes de dar un sorbo a su café—. Dormimos a la espera de la madrugada.
Las chícalas, como son conocidas en esta parte del país, se alimentan de un hongo que la reina de la colonia cultiva en trozos de hojas cortadas y transportadas por las obreras del nido. La época de reproducción del género Atta mexicana coincide con el inicio de la temporada de lluvias, razón por la cual las hormigas aladas —hembras fértiles— y los zánganos salen a la superficie del nido para iniciar el apareamiento.
—Tú quédate aquí, yo voy a buscar más adelante —le dice un joven a otro y se va—.
—¿Pican? —pregunto—
—No, las grandes no. De las que hay que cuidarse son de las chiquitas —dice Freddy, un adolescente que durante varios días se ha levantado desde las 2 de la mañana para recolectar las chicatanas—.
Tiene razón. En la madrugada, el hormiguero está más alerta que nunca. Las obreras, las más pequeñas, salen a cortar hojas para preparar el terreno a las reinas y los zánganos. También ayudarán a las soldado, más grandes y con unas enormes mandíbulas, a defender el lugar de posibles predadores como Freddy, quien las agarra como si fueran monedas tiradas. Y algo hay de cierto en eso: una “sardina” la vende en 50 pesos a los comerciantes de Tenango quienes las venderán en el tianguis dominical a 80 pesos. Más adelante, en el municipio vecino Tulancingo, la misma medida puede venderse entre 200 y 250 pesos. Un kilogramo ronda los mil pesos o más.
A metros de la entrada al nido las arrieras se trepan a las piernas. Sin que uno se de cuenta suben por las botas, los pantalones y hasta el torso. Aunque son bravas no pican.
—Hoy hay pocas —Freddy muestra la pequeña cubeta con apenas unas 30 hormigas que revolotean sin salirse—, hace dos días salieron muchísimas. Parece que estas son las últimas.
Las hormigas (Hymenoptera formicidae) pertenecientes al género Atta son conocidas por cortar hojas de los árboles para alimentarse, habitan en varias partes del país donde fueron bautizadas con nombres distintos: chícalas en Hidalgo, chicatanas en Oaxaca, Puebla y Veracruz o nucús en Chiapas. Su consumo trasciende fronteras y también es capturada en Centroamérica y Colombia —donde se le conoce como hormiga santandereana, culona o sanjuaneras por la celebración del 24 de junio, día de San Juan, que coincide con el inicio de las lluvias y su apareamiento—.
En algunas regiones del país se les considera una plaga pues una sola colonia —generalmente compuesta por un millón o más de individuos— puede terminar con un árbol en una sola noche. Por ello, su consumo es una forma de control de plaga y mantiene la población del insecto en niveles normales.
Freddy se aleja, se sacude las hormigas y se va a otra colonia 50 metros ladera abajo. Está vacía. Sube el empinado camino casi a oscuras —ya lo conoce de memoria— y regresa.
—¿Ya terminaste?
—No, me voy a quedar un rato. Luego vuelven a salir pero como hasta las 6, antes de que salga el sol.
—Suerte.
Con esa inquietante sensación de que un insecto recorre el cuerpo, aunque seguramente no sea así, mi acompañante —integrante de Echeveria, un proyecto biocultural que trabaja proyectos sustentables en la comunidad y Pachuca— y yo nos alejamos con la promesa de regresar más tarde.
Con un poco de suerte, la chícala fue fertilizada por el zángano y voló lejos de la colonia. Después de elegir un terreno fértil corta sus propias alas a mordidas y se entierra. Los músculos de sus alas, ahora inútiles, le darán energía durante un tiempo, pondrá unos huevecillos que servirán de alimento a los nuevos súbditos y, si corre con fortuna, en tres años será la orgullosa madre de un millón de hormigas y estará a cargo de un hormiguero que puede alcanzar los cuatro o cinco metros de profundidad y una extensión de 10 metros de diámetro. Una mansión para una reina que mide una pulgada.
Antes de descansar hay que repetir el ritual: sacudirse la cabeza, los hombros, la espalda y así hasta la última hormiga que aún cree que amenazamos su hogar. O al menos hasta que no veamos una.
Humildes, las luciérnagas se apagan para dar paso al sol. El gallo canta y en casa de Héctor y Gaby comienza la faena: alimentar gallinas, verificar que vacas o caballos hayan comido y que estén en buen estado —que no hayan sido atacadas por animales nocturnos— y viajar a Tenango para hacer las compras de la semana en el tianguis dominical.
El rocío cubre todo. El pasto brilla y los líquenes son más verdes; en el hormiguero todo es tranquilidad y pocas hormigas se aventuran lejos del nido. Algunas chicatanas tiradas, ya sin alas y desorientadas buscan, sin suerte, donde iniciar una colonia; algunas no lo lograron y quedaron ahogadas en charcos. Una más se convirtió en la mascota de Rosaura, la hija de 8 años de Héctor y Gaby, y ahora vive en un frasco de plástico. Por mucho resistirá tres días.
—Buenos días —dice Gaby—, ¿cómo les fue? ¿atraparon algunas?
—Ninguna, ¡buenos días!
—Héctor fue a comprar comida. Cuando regrese desayunamos —sonríe—.
En México, las chícalas ya eran conocidas e incluso comidas como da fe el libro escrito por Fray Bernardino de Sahagún a partir de 1540: Historia general de las cosas de la Nueva España. El nombre chicatana proviene de tzicatl, palabra náhuatl que significa “hormiga culona” compuesta por «tzintli», que quiere decir “culo, ano” y «azcatl», hormiga.
En lo que llega su esposo, Gaby explica cómo preparar las chícalas. Primero, dice, hay que ahogarlas para que mueran.
—Ya que están muertas se limpian. Les quitan las alas y la cabeza, algunos les dejan las patas. Después hay que tostarlas un poco —dice Gaby mientras saca la cubeta con granos de maíz remojándose en agua con cal— y ya las pueden cocinar.
Una llamada interrumpe la plática. Héctor le pide a Gaby por teléfono que mande a Rosaura para vaya hasta la parada del transporte y le ayude con las compras. La acompañamos.
Ya de regreso, Gaby prepara las tortillas con la misma rapidez y habilidad que un citadino se mueve en el metro.
—Ah, sí. Las muelen en una salsa macha con puro chile o con carne de cerdo y quedan bien ricas.
Desayunamos barbacoa con unas hermosas y gordas tortillas; le damos las gracias a Héctor, Gaby y su familia y viajamos de regreso a Tulancingo, punto de partida.
—Para hacer las chícalas hay que limpiarlas muy bien. Quítales las patas, las alas y la cabeza porque si no quedan cascarudas —dice doña Margarita—.
—¿Para la salsa?
—Muele tres dientes de ajo, chiles verdes al gusto y sal. Antes de agregarle las chícalas tuéstalas de nuevo pero poco tiempo, si no se amarga. Las mueles y está lista. Te va a quedar lechosa —gracias a los sacos de huevecillos que lleva la hormiga en la cola—.
Para hacer el guisado con carne de cerdo, como se consume en esta zona de Hidalgo, la preparación es similar.
—Echas los chiles, los ajos y unos tres o cuatro tomates. Le echas un chorrito del caldo en el que cociste la carne y la pones en la olla. Agregas la carne y dejas que dé un hervor —doña Margarita sabe de lo que habla—.
Dicen que una vez que pruebas las chícalas no dejarás de amar su sabor y tienen razón. Lo peor de comerlas será la espera de un año para tener de nuevo en la nariz ese aroma ahumado y dulzón que te hará agua la boca cuando lo recuerdes.