¡Merengues… hay merengueees…!
—Pregón popular
Será el sereno, pero en México, con perdón de la expresión, somos bien dulceros. Me refiero a que somos muy dados a decir «como que tengo antojo de algo dulce…» y, sin más ni más, vamos y nos compramos cualquier golosina para calmar nuestra caramelizada ansia. Sin embargo, a juzgar por la gran variedad de dulces provenientes de la inventiva mexicana, no se trata de un fenómeno reciente: como dije, se nota que, desde siempre, somos requetedulceros.
Enumerar los dulces mexicanos típicos nos daría una larga lista que bien podríamos clasificar por regiones, porque «los camotes son de Puebla, y de Morelia sus morelianas»; pero también se podrían clasificar por temporadas, puesto que a las calaveritas de alfeñique difícilmente las encontramos fuera de otros meses que nos sean octubre y noviembre; sin embargo, con la intención de hacer una mejor distinción de los mismos, los clasificaremos por su forma de elaboración: confitería, conservería y pastelería.
Aunque en las civilizaciones prehispánicas ya existían destacados ejemplos de dulces, como el pinole —polvo de maíz con melaza, canela, cacao o piloncillo— o los elaborados con miel o frutas, la relación de México con Europa creó una identidad que se apropió tanto de ingredientes como de técnicas, utensilios y recetas, asimilando y haciendo suyas las preparaciones que luego se convirtieron, con un nuevo significado, en deleitables maravillas.
Surgieron entonces, desde la temprana Nueva España, recetas como las basadas en el uso de la leche: glorias, jamoncillos —de clara influencia española— y aquella típica cajeta de Celaya, que solía empacarse en pequeños cajetes de madera,[1] que eran adornados con una cinta de papel de colores metálicos que también hacía las funciones de sello inviolable,[2] pues al abrir el cajete forzosamente se tenía que romper el papel, y la opción de volverlo a cerrar y que quedara como si nada hubiera pasado —o mejor dicho, como si nadie la hubiera probado— era prácticamente imposible.
Gracias a la riqueza de los frutos originarios del país y de los cultivados en México, que provenían del Viejo Continente, los dulces elaborados con frutas tomaron nuevos caminos y dieron como resultado algunas bellas estampas, como los hermosos cristalizados que hoy forman parte de la iconografía mexicana: camotes, calabazas, chilacayote, piña, limón con coco y hasta algunas deliciosas excentricidades como nopal o zanahoria cristalizada. Hago un paréntesis para mencionar el caso especial del acitrón, cuya presencia infaltable en los coloridos adornos de las roscas de reyes representa una contundente amenaza para la extinción de una especie endémica, por tratarse de un producto proveniente de la biznaga, una planta cactácea sobreexplotada, que ahora requiere de nuestro apoyo para que siga permaneciendo en nuestro folclor gastronómico.[3]
En el siglo XVII y hasta el XIX, los conventos, en especial los de la zona central del país —Puebla, Michoacán, Querétaro y Estado de México—, desarrollaron técnicas y platillos dulces y salados, gracias a que las monjas dedicaron una buena parte de su tiempo, conocimientos y sobre todo, inventiva, a elaborar platillos que ahora reconocemos como «típicamente mexicanos». Gracias a ellas, podemos disfrutar los alfeñiques, las aleluyas y alfajores que elaboraban las monjas de Querétaro, Morelia, Toluca y Puebla —¡y ni hablar de su rompope!—. De las prodigiosas manos de las carmelitas descalzas recibimos las recetas del acitrón, las pechugas de ángel y el espera y calla; las clarisas son recordadas por sus bolas de viento y las tortitas de Santa Clara, y a las madres chocolateras de Regina Coeli les debemos los suspiros y las jaleas de granada. Además, en los colegios a su cargo instruían a las señoritas en las labores del hogar, donde enseñaban en las cocinas, sus recetas propias de la dulcería. Sobra decir que, en aquellos tiempos, la dulcería era un menester sumamente femenino.
Como en aquella anécdota de la historia de México, donde los pasteles fueron el «motivo» de los beligerantes sucesos posteriores, el gremio de lo dulce ha estado en conflicto por la fuerte competencia comercial. Dadas las diversas legislaciones impuestas desde el Virreinato, hasta aproximadamente el siglo XIX, los comerciantes ambulantes de pastelillos y otras golosinas eran perseguidos por las autoridades, para infraccionarlos por competir deslealmente con los comerciantes bien establecidos.
Una anécdota casi increíble que nos relata cómo la historia de México está ligada fuertemente a las golosinas es la protagonizada por el presidente Antonio López de Santa Anna y su excelsa «donación» del secreto y todas las facilidades gubernamentales para la elaboración y explotación del chicle[4] a Mr. Thomas Adams.
Pero mejor festejemos que la inventiva en la dulcería nacional ha sido siempre tan fructífera como para nunca dejar de sorprenderse. No sólo hablo de las recetas o de los dulces, que son la mejor parte, sino también de aquello que los rodea: presentación, comercialización, ocasiones y lugares donde se comen u obsequian, nombres y hasta dichos y refranes.
Es gracias a toda esta idiosincrasia que, sin el menor remordimiento, podemos comprar las trompadas de piloncillo y las momias de caramelo como recuerdo de nuestra visita a Guanajuato; que los merengueros son conocidos por su empedernida afición a desafiar a cara o cruz, la suerte de su mercancía; y que, entre cánticos y algarabía, rompemos piñatas rellenas de dulces y fruta, como premio a la renuncia a nuestros pecados capitales.
No podemos negar que nos encanta lo dulce, y fomentamos desde niños nuestro gusto por él; es por eso que, en Veracruz, los niños tradicionalmente «le cantan a la rama» mientras piensan en todas las golosinas que pueden comprar con las monedas que la gente les regala, o que de niño uno se emociona asaltando inocentemente a quien se deje, con tal de pedir para su calaverita de azúcar. Y es por eso que hoy se conservan tradiciones como la colación, los borrachitos, las palanquetas y las alegrías de amaranto, los muéganos, charamuscas, obleas, mazapanes, ates y jaleas preparados con fruta natural, los dulces de tamarindo y los de coco.
Así que, mientras el recuerdo de los dulces que más nos gustaban lo transporta a otros tiempos y sabores, yo iré, por lo pronto, a echarme unos volados con algún merenguero… seguro le saco al menos un gaznate.
Como la enumeración sería por demás exhaustiva, aquí una selección de dulces típicos por región:
Norte: ates, dulce de queso, delicia de cerezas, caramelos norteños, dulce de membrillo, camote enmielado, flan de tapioca, dulce de leche de cabra, nueces garapiñadas, cuajada fronteriza, dulce de Monterrey, jamoncillos, peronate —ate de perón—, dulce de biznaga o jiote, empanadas de pitaya, boca de dama.
Centro: bocaditos de coco, crema campesina, arlequín, panocha, natilla, dulce de membrillo, cocada, obleas, rollos de guayaba, tamarindo y arrayán, biznagas cubiertas, calaveras de dulce, merengues, carlota de piñón, cajeta, natillas de Celaya, suspiros de monja, charamuscas, morelianas, chongos zamoranos, mamones, condes, puchas y marquesotes, camotes, turrón de yema, duquesas, queso de tunas, manjar de ángeles, colaciones, frutas cristalizadas, greñudas, orejones, palanquetas, pepitorias, trompadas y charamuscas de piloncillo, acitrón, cabellitos de ángel, dulces de alfeñique, limones rellenos de coco, torrejas, jericalla, tortitas de Santa Clara, muéganos, picones, novias.
Sur: bigotes de bien-me-sabe, turulete, mazapanes, leche de chicozapote, lokum de Veracruz, josefinos, dulce de pepita, alfeñiques, chimbos, jetías, espumosa, flan de yemas, bien-me-sabe de gallina, merengue de nuez, condumbios, palanqueta de cacahuate con miel de cajón, alegrías, borrachitos, condumbios de cacahuates, gaznates, nenguanitos, pelonas y pepitorias, regañadas y tarazones, garapiña, gollorías, merengue de piña.
[1] De donde este delicioso dulce de leche de cabra tomó su nombre.
[2] Prescindo contarles los detalles de cómo es que esto lo sé a la perfección. Sólo he de decir que la tentación superó la amenaza de mi tía que celosamente guardaba ésta y otras clases de golosinas en su vieja vitrina.
[3] La biznaga crece menos de dos centímetros por año. Para alcanzar una altura de 1.40 metros se requieren cien años. Por estar catalogada por el gobierno mexicano como una especie en peligro de extinción, su comercialización es ilegal y penalizable.
[4] Extraído de un árbol llamado chicozapote, los antiguos mexicanos lo empleaban sin los aromatizantes para limpiarse los dientes. [N. del E.]