“Acuérdense que el jugo es oro… ¡no lo pierdan!” Bajo esa consigna comienza la vendimia en la finca de Las Nubes en el valle de Napa, propiedad de la familia Aragón Limantour, una de las pioneras en llegar al lejano valle en la California y plantar vides para producir vinos cuya historia vemos retratada en la película de Alfonso Arau “Un paseo por las nubes.”
Desde ese entonces, y hasta nuestros días, los viñedos de California son trabajados por manos mexicanas que transmiten al vino una conexión especial con el terruño y con la gama de sabores que nos caracterizan gastronomicamente: los chiles secos, la vainilla, el cacao y el chocolate, el tabaco y el ahumado en los vinos tintos; la piña, la guanábana y la magnolia para los vinos blancos, entre muchos otros.
Así la vendimia californiana se transforma en una fiesta mexicana al ritmo de la musica ranchera donde las pasiones eróticas se desatan y llevan a los protagonistas a disfrutar del pisado de las uvas en medio de la alegre borrachera que se goza en familia.
Ese es el paisaje que nos pinta Un paseo por las nubes con doña Angelina Elizondo y doña Angélica Aragón dando vida a esas maravillosas mujeres mexicanas que aún en Estados Unidos son capaces de cocinar un rico molito como el de Puebla o el Oaxaca, y mantienen la cohesión de las familias en medio del mestizaje moderno de gringos y mexicanos.
Por el otro lado están los machos mexicanos: el viejo patriarca que con la edad se ha convertido en sabio y es capaz de influir en los otros con consejos y trampas, además de producir los destilados más provechosos de la bodega y conducir al gringo por las delicias de la serenata al balcón de la doncella. También el severo padre que lucha por mantener vivo el viñedo y la cohesión de su familia a pesar de las amenazas de la modernidad y finalmente el benjamín que ha estudiado en Stanford y que quiere poner al día las anticuadas operaciones de la finca para hacer crecer el próspero viñedo.
En medio de Las Nubes los protagonistas vivirán esa historia romántica inevitable que se da cuando dos desconocidos fingen estar casados y ese engaño los obliga a dormir en la misma habitación y a compartir el pan y la sal, y las miradas comienzan a ser coqueteo, seducción involuntaria y complicidad final.
Debo de confesar que ese enamoramiento me ha sucedido con los vinos del Nuevo Mundo, en especial con los de California, la Baja California y Querétaro. Vivía casado con los franceses y españoles. Era un devoto marido que se rendía a los Crus y los Reserva y les rendía total fidelidad hasta que un día me fui de picos pardos a la Finca Viña Dolores de Freixenet México y al Valle de Guadalupe en Ensenada. Y finalmente a Sonoma, Napa y Paso Robles en la California.
Al principio fingí el encandilamiento: al probar cada uno de esos vinos me resultaba imposible no compararlos con los de mis esposas europeas. Después de varios sorbos comenzó un coqueteo interesante.
Tras el agitamiento circular de la copa, la adherencia marcaba unas sugerentes piernas que me invitaban a sorber el jugo de uva fermentado. Mi lengua se empapaba del elíxir que invadía la boca entera y en una forma misteriosa los aromas y sabores del vino me permitían sentir su pertenencia a la tierra que visitaba: la sierra queretana con su paisaje de contrastes entre la temporada de lluvias y la de secas, su Peña de Bernal, los acitrones, los chilacayotes y calabazates cristalizados. O la sorpresa del chorro de agua de La Bufadora que se asemeja al de una ballena de las que llegan a las costas de Ensenada y que le da ese toque salino al vino del Valle, y que acompaña de maravilla a los sabores de las tostadas de La Guerrerense.
Y finalmente el vino de California que crece en la ruta de las misiones, entre bosques majestuosos de secuoyas soberbias que le confieren un toque especial de sotobosque a los vinos tintos en su retrogusto.
Al principio creí que la experiencia se debía a la suerte: me habían tocado buenos vinos en esa “mi primera vez”, pero no. El romance se fue extendiendo y cada nueva cata superaba a la anterior. ¿En qué consiste la magia del vino del Nuevo Mundo? La respuesta la encontramos en la película de Un paseo por las nubes. En la secuencia que narra la bendición de la vendimia en la iglesia del lugar por el cura, se ve de pronto llegar a cada grupo étnico con su propio vino, y entonces los alemanes llegan con sus vestidos, música y botellas de vino igual que los italianos con su tarantela y el pan de horno de piedra elaborado con un poco de aceite de oliva y sus garrafas de vino. Finalmente los mexicanos que llegan a caballo en traje de charro con el vino bajo el brazo para recibir la bendición de Dios.
Lo mismo sucede hoy en día en el Valle de Guadalupe donde hay lo mismo la comunidad rusa de los Bibayoff o los Backhoff de Monte Xanic y los catalanes de Freixenet México en Querétaro. Todos esos grupos han llegado a esta tierra para compartir la cultura ancestral del vino y en su proceso de arraigo se han enamorado del terroir americano, donde la libertad y la comunión de los hombres es posible gracias al divino líquido de Dionisios.
Las fiestas de la vendimia en el Nuevo Mundo son divertidas, guapachosas, eróticas y báquicas. Son una celebración a la vida con toda su intensidad y el desparpajo posible. Recuerdo una ocasión en que estuve en Healdsburg, en el valle del río Russian, en la región de los viñedos de California. Un día a la semana, en medio de la ajetreada vendimia, los productores patrocinaban a un grupo de música para que tocara en el quiosco del pueblo y todos llegaban a disfrutar de un picnic en el parque con sus vinos y delicias culinarias.
Los asistentes se paraban a bailar las canciones moviditas de Billy Joel, los blues de Aretha Franklin y las románticas inmortalizadas por Joe Cocker. Todo era como un revoltijo: gabachos, rusos y muchos mexicanos al ritmo del swing. No faltaron canciones mexicanas como el Cielito Lindo, Allá en el rancho grande y una que otra de los Tigres del Norte.