El chile nuestro, el mexicano, tiene, como en los relatos de Las mil y una noches, vida y muchas formas, colores, tamaños, texturas, transparencias, perfumes, tipos de piel, flexibilidad, resistencia a la mordida, sabores, grados de picor, leyendas, usos, guisados y también espantos.
En lo personal, como primera aproximación gastronómica adoro sus formas, ya sean flacos, gorditos, bellos o feos, largos o anchos. Casi siempre tienen punta, es decir, señalan de forma tímida o evidente a lo que nos van a saber, y sobra decir que también tienen rabo. En las cocinas los consideramos fálicos, masculinos, traviesos, pero sobre todo plenos de sensualidad, una variante del sabor de la cual nos ocuparemos más tarde en esta charla.
También han sido bautizados. Todos tienen nombres que los identifican y distinguen, por el linaje de la región donde nacieron, y se relacionan con el guisado al que van a pertenecer y al que van a regalar o aportar espíritu…
Y para continuar haciendo apetito, que ya falta muy poco para probar los malabares exitosos del picante, quiero recordar y compartir el relato de una cocinera mexicana que creció con el chile que se convirtió en el ángel de la guarda del sabor. Este ángel picante me ha acompañado toda la vida, pero como a muchos, de inicio me fue prohibido, lo cual siempre tiene como resultado el deseo acrecentado de acariciarlo con el paladar.
Con estas prohibiciones, comunes en la vida de una niña con calcetas blancas y falda a cuadros, con un gran escudo en el sweater, es decir, en la etapa existencial de pequeña estudiante, el chile marcó mi madurez gastronómica.
Recuerdo que las salseras rebosantes en la mesa del comedor de casa se disponían frente a mi mirada pero estaban reservadas para los adultos. El tenerlas enfrente y percibir su aroma picante, sus densidades y composiciones como trazos pictóricos, acrecentaba mi apetito gastronómico de creación y recreación culinaria. Observaba cuidadosa las expresiones de delicia y los gestos que provocaban. Así decidí escribir el diario de los gestos y el picante y realicé mi primer estudio gastronómico: qué chile correspondía a cuál gesto.
Mi nana adorada y oaxaqueña me decía: “Qué fea infancia, no tiene chile, en mi pueblo hasta los recién nacidos prueban el picante”. En las noches tenía miedo de que La Llorona me llevara a un cielo de azúcar y charamuscas como las momias de Guanajuato, sin haber conocido el placer. Era virgen del picante.
Así nació mi alma cocinera. La prohibición y los mecanismo psicológicos generaron mi gran apetito por este ingrediente, las fantasías cotidianas de apretarlo, tocarlo, cortarlo, picarlo, quitarle semillas, extraer las venas que pulsan con picardía; abrirlo, tostarlo, tatemarlo, cocinarlo y sobre todo probarlo.
Así, las niñas de la escuela y esta servidora cocinera perdimos la virginidad con Miguelito, un polvo pícaro de color entre naranja y rojizo, que es y era enchilado, azucarado y salado. Lo comíamos con vehemencia, y también en su presentación líquida. El placer habla en nuestras almas.
*El texto completo será editado y publicado por el Colegio de México.