Comencemos por decir que es un poco complejo de definir pero es también un ingrediente muy especial. El ruibarbo, ese pariente del apio de tonos rosáceos y rojos, tiene un sabor ácido muy característico y precisamente por ello resulta ideal para preparaciones dulces y postres.
Su acidez armoniza muy bien con el dulce que los azúcares, mieles u otras frutas con las que se mezcla le otorgan y el resultado es un gran equilibro de sabores.
Es originario de Asia, donde se utilizaba para temas medicinales pero después fue introducido en Gran Bretaña y Estados Unidos, donde se integró de manera importante a su cocina y hoy forma parte de muchos platillos y recetas —no sabemos qué sería de los ingleses sin un curable de ruibarbo o de los americanos sin un pay del mismo ingrediente—.
El ruibarbo tiene una divertida clasificación pues aunque botánicamente es una verdura, en 1947 fue designado en Estados Unidos como una fruta y así se le considera desde aquélla fecha; curioso dato que suponemos deriva de que, efectivamente, su uso es en repostería y conservas y por ello se decidió darle trato de fruta.
De este vegetal solo el tallo —que se caracteriza por sus hermosos tonos verdes, rosas, rojos y morados— es comestible. Sus hojas son tóxicas pues contienen ácido oxálico —utilizado para pulir pisos de mármol y principal causante de los cálculos renales— en grandes cantidades.
Al ser un ingrediente ácido, en sus recetas y preparaciones requiere de mucha azúcar para contrastar su sabor.
Es ideal para pays, tartas dulces, mermeladas y conservas y en muchas de ellas se combina con otras frutas, naranjas, fresas u otra de las denominadas frutas del bosque. Sus tonos característicos dan un color rosa intenso y en conjunto con su sabor y aroma aporta una estética como pocas en los platillos.
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