De verdad que en la cocina hay nombres muy ingeniosos y a mi, algunos de ricas viandas de antaño me parecen de lo más originales y graciosos, aunque a ciencia cierta luego ni sé porqué tal cosa terminó llamándose de tal o cual modo.
Se me vienen a la mente la “ropa vieja”, el “manchamanteles”, el “salpicón”, las “chanclas” y el “brazo de reina”. Tales nombres, dados para llamar a ciertos guisos, provienen de mentes imaginativas que nunca pensaron que sus comparaciones o metáforas alimentarias habían llegado para quedarse.
Un platillo, que en mi casa se comía cuando era niña, quedó grabado en mi cerebro del sabor pues su nombre me provocaba risa, misterio y desconcierto. Aquel platillo era nada más y nada menos que el “rabo de mestiza”, una suerte de huevos ahogados en un caldillo con rajas de chile poblano.
Debo decir que no me parecía fascinante. Mi afición por el producto de la gallina ha ido creciendo conforme pasan los años, pero a temprana edad no me simpatizaba mucho. Es más, uno de los olores que más aborrecía era el del huevo cocido pero, volviendo al nombre, siempre me pareció de lo más extraño llamar “rabo de mestiza” a un guisado.
A mi corta edad lo único que asociaba con rabo era la canción de la rata vieja… aquella que después de quemarse la cola se puso pomada, se amarró un trapito y le salió un rabito. Y mestiza, menos sabía a lo que se refería, aunque seguramente tendría nociones de que yo misma pertenecía a esa categoría producto del nacionalismo mexicano y resultado de las distintas mezclas entre mis ancestros.
Pero de ahí, a llamar a un caldillo rojo adornado con rajas y en cuyo interior flotaban huevos, me parecía ya una cosa muy distinta.
El tiempo paso y aquel platillo que se servía en casa de mis padres ocasionalmente, desapareció. Nunca más “rabo de mestiza”, nunca más huevitos flotantes en caldos rojos, nunca más dilucidaciones acerca de nombres extraños para nombrar contenidos cazueleros.
El caso es que el otro día llegué a Puebla y vi que mi madre asaba chiles poblanos para hacer un platón de rajas; mi memoria despertó. Entonces, sentada desde donde me gusta observarla en su vaivén por la cocina, la insté a preparar huevos en “rabo de mestiza”.
A mi corta edad lo único que asociaba con rabo era la canción de la rata vieja…
Si algo tiene esta señora es una inagotable capacidad consentidora que va en aumento desde que los polluelos nos fuimos de casa. Los mismos polluelos que siempre hambrientos nos dedicábamos a abrir ollas llegando del colegio, los mismos que le traíamos a casa a los amigos sin avisar, los mismos que ya mañosos regresamos a la casa familiar y para las pulgas de mi padre no perdemos la costumbre de abrir ollas y refrigerador cada dos por tres.
Y es que en ese hogar, como en muchos otros, todo sucede en la cocina. Ahí reímos, hablamos, nos burlamos unos de otros, nos amamos, nos confesamos y lo lloramos todo y sí, también saboreamos el mundo que entre tablas, sartenes, cuchillos y una estufa vieja mi madre ha recreado para alimentar panzas y corazones.
Mi padre, de quien heredé un ADN antojadizo a su vez heredado de mi abuela Gloria, oyó “rabo de mestiza” y comenzó a salivar.
En mis recientes visitas a Puebla leo recetarios como si álbumes de fotos o cartas de familia viéramos. Mi madre lee, escuchamos con atención, recordamos la anécdota detrás del plato y puedo decir que son momentos de éxtasis total. Mi padre hace el que se acuerda y opina, mi madre lo corrige diciendo que fue a ella quien le enseñó la suegra y así pasamos horas degustando el pensamiento y masticando el recuerdo.
Terminamos de asar los chiles y ya sudaditos, bajo el chorrito de agua los limpiamos para después cortarlos en rajas. Los jitomates se molieron, las especias aparecieron y pronto ya estaba la cazuela burbujeante emitiendo chasquidos y aromas canelosos.
A seis manos seguimos la técnica de los huevos escalfados que mi papá orgullosamente aprendió en sus programas de cocina y una vez hechos la media docena los vaciamos en aquel caldillo que los envolvió como manto terso. Al dar las tres de la tarde los huevos en “rabo de mestiza” estaban listos para ser servidos y una buena dosis de frijoles recién salidos de la olla se alistaban para acompañar aquel delicioso manjar.
Me supieron a infancia y recuerdos maridados con clavo y canela. Tan poblanos, tan mestizos, tan vete a saber qué, pero tan entrañables. Volví a preguntar el porqué de ese nombre y ninguno de los tres, a pesar de que fraguamos inventos, supimos qué decir.
Eso sí, un “rabo de mestiza” ataba el corazón de tres comensales con un nudo indestructible.
Investigando sobre lo poco que se dice de este plato, hay quien reporta su origen en San Luis Potosí. Otros dicen que en Puebla; otros aseguran, que al igual que los motuleños, el “rabo de mestiza” es puramente yucateco. Si es así, recordemos que en Yucatán, contrariamente al resto del país, a los indígenas se les llama mestizos, pero en realidad desconozco si este dato tiene relevancia en mi pesquisa.
Lo cierto es que en la cocina, recordar y recrear es un ejercicio que tiene al igual que el cocimiento de los huevos en rabo de mestiza un doble tratamiento. Los huevos primero se escalfan y luego se introducen al caldillo donde acaban de cocinarse y amalgamarse. Por su parte, el recuerdo de un guiso evoca momentos que parecían perdidos pero es su recreación la que permite que las memorias de una familia continúen cocinándose.