Muchas personas son lo bastante educadas como para no hablar con la boca llena,
pero no les preocupa hacerlo con la cabeza vacía.
Orson Welles
Es domingo, estoy en la terraza de un restaurante tratando de leer, pero en la mesa de junto hay unas mujeres que no paran de hablar. Las miro, y miro con horror que con ellas está un niño que intenta atiborrarse la boca con la comida del plato. El espectáculo me hace recordar y entender por qué mi mamá, y las mamás de casi todo el mundo —claro, no la de este niño—, nos sermonearon durante nuestra infancia con aquello de: «No truenes la boca», «Con la comida no se juega», «No cantes en la mesa», «El que come y canta, loco se levanta», y otras clásicas.
La importancia de que todos compartamos ciertas costumbres y reglas de urbanidad es que promueven una sana socialización y una identidad cultural que conllevan «razón, fortaleza, justicia, verdad, prudencia y moderación»;[1] es decir, virtud: lo que habla por uno mismo. Tal vez suene exagerado, pero pensemos en esas ocasiones en que vemos al posible amor de nuestra vida comiendo como cerdo y ahí mismo se pierde el encanto, o a esa seductora mujer hablando con la boca llena y exhibiendo lo que mastica casi hasta la otra boca, la del estómago.
Todo esto me hace reflexionar sobre el origen de las normas de urbanidad que rigen, o deberían regir, nuestra conducta en la mesa: ¿por qué surgieron?, ¿de dónde vienen?, ¿quién las inventó?
Sin duda, lo primero que nos viene a la mente es el infaltable Manual de Carreño[2] —que, por cierto, parece más mito que realidad, ¿alguien lo ha visto siquiera?, ¿alguien lo ha leído?—. Este manual es el lugar donde culminan las normas que se fueron gestando a lo largo de los siglos y, como el autor indica, están enfocadas a «dirigir nuestra conducta de manera que a nadie causemos mortificación o disgusto». Tan es así que siempre esperamos que el otro las siga, aunque no siempre nos comportemos moderadamente y mucho menos pensemos, precisamente, en el otro.
Fue en las cortes donde estas normas sentaron sus bases. Se aplicaban no sólo al comportamiento en la mesa, sino al comportamiento de los cortesanos en general, empezando por el rey y la familia real, seguidos por los oficiales, ayudas de cámara y sirvientes. Además, era un código que promovía deliberadamente la jerarquía de sus miembros.
Las primeras reglas de las cortes tenían como fin la salud real, por lo que se enfocaban a la limpieza de los palacios y de los que trabajaban en ellos —que estaban obligados a lavarse las manos, incluido el rey—. La demanda constante de que los caballeros del rey y las damas de la reina guardasen compostura, abandonasen conductas escandalosas, rudas y bulliciosas, se abstuvieran de embriagarse, de decir palabrotas y otros vicios, como el coqueteo y la seducción, indican la frecuencia de la conducta indecorosa, amén de la relevancia y necesidad de las regulaciones reales.
Otras normas fueron surgiendo conforme se inventaron instrumentos, espacios, muebles y demás objetos. Por ejemplo, antes del siglo XVI no era señal de mala educación sorber la sopa de la cuchara, porque no era común el uso de tal instrumento; tampoco era una falta comer con las manos, pues el tenedor no apareció sino hasta 1533.[3] Antes del siglo XVIII no existía el comedor como espacio reservado para comer, así que resultaba imposible quebrantar reglas como presentarse tarde a la mesa, no vestir adecuadamente, empezar a comer antes que los demás o no arrimar la silla después de levantarse.
A mediados del siglo XIX, instrumentos, espacios, mobiliario y costumbres estaban tan establecidos que Carreño tuvo mucha tela de dónde cortar, y en su manual de 1853 —que sí existe— no descuidó ningún detalle. Algunas reglas han caducado con el tiempo, porque dejamos de usar algún utensilio o de seguir ciertas costumbres, como esa que dicta que el pan se toma sólo con la mano izquierda y se parte con la derecha, o que no es bueno comer pan o tomar vino si no se ha terminado la sopa.
Mientras leía el manual encontré una regla que reúne algunos puntos que suelen ser el origen de los regaños más asiduos en la mesa: «34. Son también actos groseros: 1. abrir la boca y hacer ruido al masticar; 2. sorber con ruido la sopa y los líquidos calientes, en lugar de atraerlos a la boca suave y silenciosamente; 3. hacer sopas en el plato en que se está comiendo; 4. dejar en la cuchara una parte del líquido que se ha llevado a la boca, y vaciarla luego dentro de la taza en que se está tomando; 5. tomar bocados tan grandes que impidan el libre uso de la palabra; 6. llevar huesos a la boca, por pequeños que sean; 7. tomar la comida por medio del pan [o tortilla, da igual], en lugar de emplear el tenedor o la cuchara; 8. arrojar al suelo alguna parte de las comidas o bebidas; 9. recoger las últimas partículas del contenido de un plato por medio del pan o de la cuchara; 10. suspender el plato de un lado para poder agotar enteramente el líquido que en él se encuentre; 11. derramar en el plato las gotas de vino que han quedado en el vaso, para poner en éste el agua que va a beberse; 12. hacer muecas o ruido con la boca, para limpiar las encías o extraer de la dentadura partículas de comida por medio de la lengua; 13. hablar con la boca llena».
Las reglas de urbanidad y de etiqueta que hoy rigen nuestro actuar en la mesa —pública o privada— son las que algunos mamamos desde nuestra más tierna infancia. Nuestras amorosas madres nunca dejaron que metiésemos la mano al plato de sopa ni permitieron que dejásemos ni una sola migaja en él. Somos muchos quienes recibimos retahílas interminables de instrucciones, como aquélla de: «¡No truenes la boca!», y uno sufriendo, porque las estúpidas tostadas crujen y crujen dentro de tu esforzada boquita cerrada. También están la instrucciones en serie: «¡Siéntate bien!, ¡arrímate!, ¡no tanto!, ¡sube la mano!, ¡baja el codo!, ¡la espalda derecha!, ¡pega los brazos al cuerpo, parece que vas a volar!»; que, si tratamos de seguir conforme las vamos oyendo, nos llevan a hacer una especie de break dance que terminará con un: «¡No bailes en la silla!».
Aprender a dominar la boca mientras comemos es una de las tareas más tortuosas: «¡No sorbas!, ¡no chupes el cuchillo!, ¡no lamas el plato!, ¡mastica con la boca cerrada!, ¡ya pásate ese bocado!, ¡no te chupes los dedos!». Entre las típicas indicaciones, cuando te llaman a comer, tenemos: «¡No empieces antes de que estén todos sentados!, ¡quítate esa gorra y vete a poner una camisa!». Entre los regaños propios del manejo de ese instrumental pesado y altamente peligroso denominado cubiertos encontramos: «El tenedor en la izquierda y el cuchillo en la derecha; la cuchara va a la boca, no la boca a la cuchara; ¡y agarra bien el tenedor!».
Por otro lado, están las normas relacionadas con la higiene, como: «¿Te lavaste las manos antes de sentarte? No tomes agua si todavía no te has pasado el bocado. Límpiate la boca antes de tomar agua. No te limpies con el mantel —la mano o la silla—, no beses el vaso». Las instrucciones respecto a la convivencia: «No hagas ruido con el popote, no eructes, no te atravieses, pide las cosas por favor, no subas los pies a la silla, no te columpies en la silla». Tampoco podemos olvidar las reglas que dictan la correcta despedida y que tanto tiempo le quitan al juego, la tele y la ociosidad vespertina: «También las verduras se comen —¡zaz! media hora más en la mesa—. No te levantes hasta que todos terminen —¡y tu hermano no se ha comido las verduras!—. Pide permiso para retirarte». Luego se oye un: «¿Cómo se dice?», a lo que tú contestas, ya bastante desesperado y entre dientes: «Gracias a Dios» o «Gracias y buen provecho», y antes de que salgas corriendo te caen encima las últimas dos órdenes: «¡Arrima la silla y recoge tu plato!».
Y todo para que, de grandes, les apliquemos la repetición instantánea a nuestros hijos y se comporten en la mesa —según nosotros— como ángeles, ¿o, no?
[1] Mark Charles C. Noel, «Etiqueta y el ceremonial de la corte española (1547-1800)», en www.protocolo.org
[2] Manuel Antonio Carreño, Manual de urbanidad y buenas maneras para uso de la juventud de ambos sexos en el cual se encuentran las principales reglas de civilidad y etiqueta que deben observarse en las diversas situaciones sociales, precedido de un breve tratado sobre los deberes morales del hombre, Caracas, Imprenta de Carreño Hermanos, 1853.
[3] En ese año se generaliza el uso de los cubiertos en Europa gracias a Catalina de Médici, quien los introduce en la corte francesa al casarse con el rey Enrique II. Cabe señalar que Catalina también usaba el tenedor para rascarse la espalda.