La elaboración y degustación de tamales es una tradición culinaria en nuestro país desde tiempos mesoamericanos. Este exquisito platillo con más de 300 variedades regionales hoy en día, acompañó de forma significativa la evolución histórica de nuestro país.
A la mezcla de harina de maíz y grasas vegetales o animales, se le añaden diferentes rellenos y aderezos, y su envoltura en diversas hojas naturales (principalmente de maíz y plátano) adquieren formas de «omácatl», el bulto sagrado de los dioses, y nos deleitan con vapores exquisitos de aroma y sabor al momento de abrirlos. Destaca lo práctico de su diseño, pues la hoja sirve de olla exprés, plato y empaque para llevar —el cual además, es orgánico y biodegradable—.
La relevancia de los tamales para nuestra identidad nacional se debe a que en ellos se plasma nuestra idiosincrasia pluricultural.
Cuando nos acercamos a cualquier marchanta que tiene frente a sí un tambo tamalero sobre un anafre calentado con brasas de carbón, y que desprende aromas mezclados a través del vapor que estimulan nuestro apetito y curiosidad, soltamos la pregunta: “¿De qué tiene?”. Y la respuesta casi siempre es: “de chile, dulce y de manteca”. La marchanta se refiere a los tamales que está dispuesta a vendernos.
Desde luego de chile, quizás colorado o verde, o en pasta de mole con el que se condimentan los trozos de carne, pollo y verduras de relleno de los tamales en todo el país. También a los dulces, casi siempre rosados y rellenos de acitrón y pasitas. Y finalmente a los de manteca, que son todos, pues este ingrediente es fundamental de todas las recetas de tamales posteriores a la Conquista, ya sean dulces o salados y picantes. Pero quizás también se refiere a los tamales de sabor neutro, como el llamado tamal de hule de Uruapan, o los tamales de elote fresco, a mitad del camino del dulce y la sal.
Con esta oferta tamalera, nuestra marchanta describe no sólo el contenido de su misteriosa olla, sino las experiencias de toda una vida pues en nuestro haber siempre tendremos experiencias dificiles o picantes, otras dulces y agradables, y muchas otras de manteca, en las que el meollo está en saber interpretarlas para entender los significados profundos del ser.
Pero esta expresión describe también a nuestra historia. Con momentos “de chile”, como la Conquista. “De dulce”, como el triunfo de la República frente a la invasión europea. Y un sinfín “de manteca”, pues todos los hechos de nuestro pasado están ahí para ser interpretados por nosotros.
Desde hace siglos se dice: “Todo es bueno en el cochino, desde el hocico hasta el intestino”. El aprovechamiento de esta carne se establecía en el calendario cristiano el 11 noviembre, pues “a cada cerdo le llega su San Martín”. Sin embargo, además de las especialidades de carne, en la matanza casera se extrae un derivado precioso: la manteca. Esta grasa sabrosa se acumulaba en tarros que siempre presentes en las cocinas tradicionales españolas y mexicanas.
La manteca se añade a muchos guisos y sirve para dar sabor, transformar la textura y, en este caso, para elaborar los tamales. Esta se bate para obtener un tamal esponjoso, suave y húmedo.
Cuando los españoles llegaron a colonizar la Nueva España trajeron un sinfín de productos europeos con miras a desarrollar su cultivo y su crianza aquí, tal es el caso del cerdo y de la manteca, pero hubo otros —como el olivo— que no pudieron desarrollarse porque su cultivo fue prohibido por la Corona española. En el siglo XVI, fray Juan de Zummárraga cultivó olivos en las huertas de algunos conventos franciscanos, como el de Tulyehualco pero el impedimento del rey inhibió toda posibilidad posterior de tener olivares en gran escala como los que ya existen hoy en día en algunos estados de la república mexciana.
La prohibición tenía por objeto obligar a los novohispanos a comprar aceite de oliva importado. Con ello se favorecía a los productores españoles y a la monarquía española pues esta cobraba los impuestos de alcabala, y a su vez, los generados por su comercio aquí en México. Desde ese entonces el “oro verde”, forma en la cual se referían los antiguos romanos al aceite de oliva, se ha visto como algo my preciado y costoso en México. El aceite de oliva entonces fue prohibitivo para los mexicanos. No teníamos derecho a usarlo mas que en raras ocasiones en que se hacía un esfuerzo económico importante.
Afortunadamente las prohibiciones quedaron atrás, y hoy en día es fácil comprar y utilizar el aceite de oliva.