Desde niña me gustaron los cuentos. Recuerdo a Glorieta cantándome sin titubear la historia de Juan de Piña, un ser miniatura que se hace tragar por un perro para recuperar una longaniza; el cuento del enano caldo manitas, el de bolita de nieve y unos más. Hacía siempre los cambios de voz pertinentes, los sonidos de los animales, las caras específicas. Un lujo que ahora la nostalgia me hace remembrar.
Mi madre también fue una excelente cuenta cuentos, sólo que como lo hacía de noche, se quedaba dormida al igual que sus cachorritos. Aún así, recuerdo el cuento del gallo pelón que no tenía fin y el del rey y la más pequeña de sus hijas quien, contestando a una pregunta, dijo quererlo más que a la sal. No se me olvidaron.
No hace mucho, caminando por la calle Cavour en Florencia, me sorprendió la pared del interior de un café que tenía escrita la frase: ti amo come il sale en todos los idiomas. Recordé entonces aquel cuento, tomé una foto y la envié a mi madre, la cual se maravilló de la forma en que siempre regreso a los conocimientos de la infancia. Eso si, no me pregunten nada de ayer, tengo un CPU añejo, entre más para atrás, más claridad… si, lo sé, soy viejita prematura.
El caso es que hasta ahora comprendo tal cuento y entiendo porque la princesa que dijo querer a su padre más que a la sal, fue al final, aquella que logró demostrar el mayor amor que el padre quería corroborar.
La sal, condimento mágico —sin duda el más antiguo, tanto como el ser humano mismo—, es un puñado de sorpresas. Piensen un poquito, somos salados por naturaleza. Lloramos y derramamos sal, sudamos sal, nos herimos y nuestra sangre sabe a sal. Porque sí, todos nos hemos probado y nos guste o no… estamos salaos.
A mi me gustaba, también de niña, probar las muñecas de mis brazos cuando en aquella combi toda equipada hasta con el perico viajábamos a la playa. Según yo, cuando notaba que ya sabían a sal, estábamos a punto de llegar.
La sal, moneda de cambio, hechicera, conservadora de alimentos, conductora de augurios, amada y temida es parte de nuestras vidas; de lo que nos llevamos todos los días a la boca y de lo que nuestros cuerpos también segregan.
Hace más de cuatro años conocí la salina más grande del mundo, se encuentra en Guerrero Negro, Baja California, y es alimentada por las lagunas Ojo de Liebre y Guerrero Negro. Una experiencia sin comparación de paisajes de sal que no se parecen a nada y que atraparon miradas que se perdían en los blancos.
La sal se volvió objeto de mi deseo.
Desde entonces, sales marinas, sales de roca, sal con vino, en costalitos, en frasquitos, cajitas, tubos de ensayo y cualquier presentación son mi perdición y algunas descansan en mi alacena. También compro sales de baño y eso que ni tina tengo. El chiste es que en hojuelas, escamas, en grano, molidas, blancas o de colores, la sal me parece tan necesaria como estéticamente bella y me procuro siempre un buen abasto.
Este lunes de regreso en Oaxaca, mi ciudad de acogida, conocí —por chismosa que soy— a Leslie, una enamorada como yo de la sal. Es más, podría decir que ella mantiene idilios con varias de ellas que van más allá de su cocina. Pues Leslie las hace cruzar fronteras para que lleguen a ella. Su amor la llevó a importar sales de lugares remotos que luego vende a granel en diferentes puntos de la ciudad.
De todo esto me enteré sacándole plática en el mostrador de Xiguela, la tienda de orgánicos, mientras caía la tarde; ella surtiendo, yo comprando y entre tanto chacoteando.
Así me habló de la sal roja de Hawai, de la sal negra de Chipre, de la sal de Colima, de la sal gris de Francia, de la rosa del Himalaya y de la negra de Hawai. Yo le comenté de la rosa de Celestún, de la de vino de Burdeos y de mi muy favorita Maldon, que llevo siempre conmigo en una latita dentro del bolso. En una salpicadita, nos hicimos cómplices.
De sales y mares, de sales y sabores, de sales y amores, de sales y promesas.
Yo alguna vez hice una promesa similar a la de la hija del rey, no al rey de una nación, pero si al que en ese momento era el rey de mi corazón. No hablé de sales, hablé de jitomates. Mi entonces chico no los comía si no estaban pelados; conseguí por ello mi ahora inseparable pelador de jitomates, pelé unos cuantos y con la cáscara enrollada formé la palabra LOVE. Pronuncié, teniendo la tabla larga que contenía aquel poema comestible, que me comprometía a pelar todos los jitomates de su vida. Después me comí aquellos carnosos y jugosos ejemplares rociándolos con sal, ¡voilà!
No sé dónde estuvo el error. Tiempo después, como aquella princesa, también fui desterrada del reino; parece ser que logró vivir bastante bien sin pelar los jitomates.
La sal es mi condimento favorito, muchas veces es lo único que agrego a mis platillos, por eso bien creo que amar a alguien como a la sal es una prueba de amor total y mis ensayos jitomateros tal vez me van acercando lentamente a ello, porque con o sin cáscara es lo de menos, pero sin sal… no hay manera.
Habrá que probar entonces cada una de las sales que Leslie trae, hacer combinaciones, experimentos y elucubraciones.
Si al final somos agua y sal habrá que ver con cuál vamos haciendo buen match. Y luego… muy luego, que lleguen las promesas.