La ciudad de San Sebastián es un lugar magnífico. Al igual que muchas ciudades españolas conserva un bello casco medieval de calles peatonales y una urbanización elegante de inicios del siglo XX que recuerda el latido de la Belle Époque. La Playa de la concha es un hervidero de gente que se tumba al sol en el verano y uno puede beber txakolí en los bares playeros con algunas tapitas de mariscos.
Uno de los valores soberbios de Donostia es el restaurante Arzak. Juan Mari es considerado uno de los grandes maestros de la gastronomía española, quien revolucionó la cocina vasca transformando los deliciosos guisados en verdaderos platillos de autor. Cuando tuve la oportunidad de comer en su lugar con mi familia, su hija Enea ya era la chef encargada de la cocina y fue quien salió a saludarnos al terminar el servicio.
Uno aprende muchas cosas de acudir a un restaurante de esa categoría. Fue ahí donde conocí lo que era un menú degustación. Apenas nos sentamos y bebíamos una copa de cava, llegaron las cartas. La mujer a cargo de darnos la bienvenida y sugerirnos los platillos mencionó el excepcional menú degustación que ofrecían, y nos dijo las reglas: “si se pide este menú lo debe hacer toda la mesa, pues se trata de varios platos en pequeñas porciones que demoran un tiempo en su preparación y en su consumo. La armonía en la mesa depende de que todos sigan esta secuencia. Si alguien no gusta de algún platillo, se puede sustituir por otro pero no se elimina el tiempo. Los postres se sirven surtidos para que así todos puedan probar algo del plato del compañero”.
Una vez aclarado el asunto la travesía de sabores comenzó. Un pequeño vaso tequilero con gazpacho de melón, unos delicados raviolis, de la misma fruta, rellenos de foie gras, ensalada con vieras, pescado confitado, carne braseada…
La carta de vinos parecía un libro de varias páginas, así que ante la duda recurrimos al valor seguro del Balbuena quinto año de Vega Sicilia. Y lo sorprendente fue que el summelier recomendó el Alion, explicándonos que era el segundo vino de la bodega. Y que si no nos gustaba, nos lo cambiaba inmediatamente. Argumentaba que el Balbuena tenía mucho poso. Accedimos y el vino sugerido resultó el mejor copiloto del viaje.
De esta sutil experiencia aprendí varias cosas. En primer lugar que en los restaurantes de cocina de autor uno debe de ceder el control al capitán del barco y su tripulación. Ellos sin duda son los que mejor conocen los secretos de su buena cocina y de sus vinos. Para nosotros los mexicanos eso es muy dificil, pues normalmente uno quiere demostrar su buen gusto escogiendo aquello que considera elegante y exclusivo, que no siempre es lo mejor. Y cuando uno cede este control estúpido, el equipo de trabajo se mueve mejor, fluye y eso se traduce en beneficio para uno mismo como comensal.
El menú degustación está dotado de una teatralidad engañosa pues parece que las reglas impuestas desde el inicio son limitantes, siendo todo lo contrario: es un deleite compartir sabores con tus acompañantes y una sorpresa cuando las elecciones de alguno de los tiempos es divergente, pues aquello que no se te antojó y que sí pidió el otro, resulta, también está magnífico. Esto es un juego muy divertido en los postres en Arzak. No nos sirvieron ningún postre igual, cada uno tenía algo diferente pero el impulso goloso te lleva a querer probarlos todos. Y uno cede una pequeña prueba del propio (que quisiera engullir casi a solas como los dulces de niño), en aras de probar el tesoro del otro.
El momento de los quesos fue una revelación. La presentación tradicional de muchos de ellos fue transformada en modalidad degustación con texturas raras y diferentes, y dispuestas en un orden que se debía seguir, para comenzar en los suaves y terminar en los intensos.
De la experiencia Arzak queda claro que uno siempre tiene algo que aprender, y que ese conocimiento y experiencia nos lleva a la posibilidad de vivir un mayor placer culinario. Y nunca es tarde para empezar.
¡Provecho!