El escenario es más o menos así: uno está pasándosela deli en un restaurante, con los amigos, la pareja, ¿el perro? Todo va bien, los platillos a punto de salir del fogón, la antemesa fluye. De pronto se acerca el mesero —en una de esas el sommelier— e interrumpe el último chisme con un repertorio de lo que hay en la cava. La lista de precios abruma. «¿Le ofrezco una botella de nuestro Malbec de Mendoza del 2004?». Los nombres son tan ajenos a uno. «También tenemos un exquisito E. Guigal Côtes-Du-Rhône Rouge». Volteas a ver al de a lado, como queriendo pasar la bolita pero la bolita ya te aplastó. Entre el mareo del mesero, la creciente paranoia y el titubeo, te decides por «éste». Pero resulta que ya con el descorche y las copas babeadas, «éste» no convence y no encuentras cómo deshacerte del vino sin armar un pancho.
No se necesita ser un experto con papilas gustativas premiadas en quién-sabe-dónde-de-Europa para poder pedir una botella. Pero eso sí, hay algunos básicos imprescindibles. Como durante las primeras andadas en bici: mínimo se sabe que hay que pedalear. Y acá el pedaleo es conocer la diferencia entre vinos tintos, blancos y rosados, el proceso general de producción de un vino o las temperaturas adecuadas. Más que por el faroleo, estos conocimientos sirven para evitar que el mesero, nomás por la venta o porque está igual de perdido, te traiga un vino de postre con un jugoso filete de carne (porque sí pasa). ¿Cómo devolver algo que no sabemos ni qué es ni cómo debería venir?
Este es el paso decisivo: el momento en que el restaurante y la mesa se ponen de acuerdo con la etiqueta. Lo ideal es consultar al sommelier, rascarse la cabeza y entre los dos discutir dos o tres pre-selecciones basadas en el maridaje, el gusto del cliente y —por supuesto— el precio. Ya con la copa en mano, hay que probar el vino con confianza, sin espectáculos o malabares. Solo se trata de un sorbo, un testeo. Aquí es el momento preciso para hacer cualquier comentario negativo. No se vale hacer trampa y regresar el vino cuando la botella va por la mitad. Si en el primer sorbo no convence, todo bien. Expresar opiniones entre los amigos y el sommelier puede ser una clase de enología gratuita.
La botella ya está abierta y el primer sorbo fue todo un desencanto. Lo que sigue es justificar ese gran chasco de aromas y sabores. A modo de síntesis, uno tiene todo el derecho de pedir cambios o devoluciones cuando el vino está: acorchado, avinagrado, oxidado, sabe demasiado viejo o la temperatura no es la correcta. Una buena idea es decirle a los del restaurante que lo prueben. La gracia está en percibir que algo no cuadra y expresarlo sin temor. No gusta por esto, esto y esto. Viene el tema, ay, delicado: si el vino no gusta pero todas sus características están en su lugar, como quien dice, ya valiste. Evita caer en el berrinche y mejor brinda con los amigos por el desacierto. Pos ya qué.
La única forma de volverse más picudo en la pedida de vinos es practicando. Algunos practican por una medalla genérica en el maratón local, otros entrenan para mantener un abdomen de Calvin Klein, nosotros, los comelones, catamos muchos vinos. Muchos. La mejor forma de evitar un desentendido con el sommelier o llevarse sorpresitas en un restaurante es probando y encontrando los vinos que más nos gustan para repetirlos en otras ocasiones y poder decir: «Señor, como que este vino está un poco caliente, así no suelo tomarlo».¿En busca de los básicos del vino? Aprende sobre la cata y el maridaje con nuestra guía infalible: vinosdelcentro.com.