Cuando visitamos el claustro bajo del convento de Malinalco, nos encontramos frente a un viñedo paradisiaco que alberga entre vides y racimos de uvas, un sinfín de flores y frutas americanas que son picoteadas y mordisqueadas por animales míticos de la religión nahua.
Como turistas, acudimos a presenciar una obra de arte muy hermosa que tiene una historia que nos es narrada por varios guías y que explica las variedades de flora y fauna que podemos apreciar.
Pero para los hombres nobles y cultos de la antigua Anahuac, recorrer los pasillos del claustro bajo del convento era como un paseo por la casa del Dador de vida, llena de imágenes hermosas que evocaban la experiencia del olor fragante y el sabor delicioso.
Dice un poema nahua de la época:
Alegrémonos, menesterosos,
En el interior de la casa de la primavera,
En donde están las pinturas.
…
en el lugar de la luz y el calor,
en el lugar del mando,
el florido cacao está espumoso,
la bebida que con flores embriaga.
…
Solo izquixóchitl, flores olorosas,
Preciosas flores olorosas,
Se esparcen aquí en el interior de la casa del verdor,
En el interior de la casa de las pinturas,
Solo te doy contento.
Con flores se aguarda la palabra del Dios único.
¿Así es tu casa, Dador de vida?
El aroma personal y de los lugares era considerado uno de los aspectos más importantes de la esencia de las cosas. El bien siempre estaba asociado a olores agradables, mientras que lo malo carecía de esta gracia fragante.
De tal manera que, por ejemplo, la idea de “algo sabroso, fragante, se decía de una ciudad en donde existía dicha, felicidad; o quizás se decía de un tlatoani que era dador de alegría a la gente.”
Mientras que por el contrario, “in atzopelic, in ahuahuiac, era insípido, sin fragancia, o del hombre que es desterrado. Se decía “vete, abandona la ciudad, porque la ciudad te considera insípido, sin fragancia.” O quizá se le decía esto a algún tlatoani: “No eres considerado sabroso, fragante.”
Percibir el buen olor era una gracia otorgada por Quetzalcóatl, el dios del aire, del viento, a los hombres. En los relatos de la creación del ser humano se escribió: “Los dioses dijeron entre si: “He aquí que el hombre estará aína triste si no le hacemosnosotros algo para regocijarle, y a fin de que tome gusto de vivir en la tierra y nos alabe y cante y dance.” Lo que oído por el dios Ehécatl, el dios del aire, en su corazón pensaba dónde podría encontrar un licor para entregar al hombre, para hacerle alegrarse.”
Con su gracia y poder le permitió oler las fragancias agradables. El aroma se ligaba fácilmente con el sabor, y esta experiencia agradable se asociaba a conceptos siempre amables. Por ejemplo, la palabra ahuíac, significa “cosa suave, olorosa y gustosa.” O bien tzopeliccuícatl, es canto dulce. Mientras que huelicatlatoa significa “hablar gustoso, sabroso.”
Finalmente se pensaba que si un dios favorecía a alguien, éste recibía “la dulzura, la fragancia, la misericordia” divinas.
La nariz indígena estaba acostumbrada a algunos aromas fijos que estaban presentes a lo largo de todo el año. Mientras que otros aparecían exclusivamente en determinadas estaciones, pues el clima y las condiciones ambientales los traían.
El proceso para apreciar los aromas tenía cuatro etapas. En la primera se distinguían los aromas de la belleza visible, como los de las flores. La segunda era la de los aromas sabrosos que abren el apetito, como el vapor de los tamales o el del tatemado de los jitomates. El tercero era el olor de la muerte, de las cosas inertes y en proceso de descomposición. Y finalmente se podía percibir la fragancia de la energía divina que mantiene en movimiento el universo.
Usar este antiguo arte de catar, nos permite distinguir matices novedosos en las más diversas bebidas, entre ellas por supuesto, el vino.