«Yo le dije que no quería comer nada de lo que me trajera, si primero él no me hacía credenza, por lo que me dijo que es a los Papas a quienes se les hace la credenza. A lo cual yo respondí que, así como los hombres gentiles están obligados a rendir credenza al papa, así él, soldado especial, vecino de Prato, estaba obligado a rendir credenza a un florentino par mío […].»
El narrador que habla aquí en primera persona no es otro que Benvenuto Cellini, célebre orfebre y escultor muy apreciado por los más grandes de su época. Su carácter rebelde y sombrío le supuso, sin embargo, muchas desgracias durante el transcurso de su larga carrera. En 1539 se halla en Roma, prisionero, en el Castel Sant’Angelo, donde purgaría una condena de casi un año, víctima de lo que se dice fue «un complot urdido por el sobrino del Papa, Pierluigi Farnese, que le profesa odio implacable». Para sobrevivir, Cellini se ve obligado a mantener una cerrada polémica con el carcelero, del que sospecha que ha sido pagado por sus enemigos para envenenarlo. Por esta razón el artista exige que se le conceda la credenza, es decir, la prueba, por parte de otros, de la comida para él reservada.
En la época de Cellini, la práctica de la credenza gozaba ya de una larga tradición y estaba ampliamente difundida en toda Europa. Se desconocen las circunstancias que dieron origen a esta práctica, pero no hay duda de que se desarrolló como medida preventiva contra el amenazador peligro de envenenamiento que corrían los hombres de poder.
Frank Collard señala, en su estudio sobre lo que define el «banquete fatal», cómo un festín puede representar el marco ideal para eliminar a un adversario: la atmósfera gastronómica, además, estimulada y caldeada por la bebida, inhibe la desconfianza. Es obvio que los alimentos y las bebidas constituyen un cómodo vehículo para poder suministrar un veneno que, en un principio, no debería resultar perceptible al gusto. Y todavía menos a la vista y al olfato.
La primera de las pruebas del repertorio consistía en exponer directamente los alimentos con objetos determinados capaces de revelar la presencia de algún veneno; tal presencia se manifestaría por la alteración del color del alimento o del objeto revelador utilizado. Se empleaban con esta finalidad dientes de narval u otras piezas de marfil de forma similar, que en Francia se llamaban licorne —unicornio—, o sílices llamadas langues de serpent —lenguas de serpiente— o, más sencillamente, épreuves —pruebas—.
El segundo procedimiento consistía en hacer probar los alimentos a quienes debían prepararlos y servirlos.
A la distancia, uno siente la tentación de considerar estas prácticas como pertenecientes al ámbito de la magia y de los conjuros. En cualquier caso, los informes detallados recogidos en Francia e Italia confirman la práctica combinada de las dos formas de credenza. Parece que Italia favoreció, en un primer momento, la prueba por parte de un sirviente. Lo mismo ocurrió en Francia, donde ya desde el siglo XIV se encuentra en uso la palabra languier —portalenguas— para indicar un objeto precioso y de refinada elaboración destinado a contener las famosas langues de serpent.
Además, en la mitad del siglo XV hace su aparición la palabra créance —deuda— probablemente un calco del italiano. En el siglo xv, la palabra créance se refiere exclusivamente a la prueba efectuada con los cornes de licorne, sin adquirir el significado genérico típico del italiano credenza; será en el siglo posterior cuando este término se adapte al francés en la expresión crédence.
En sus Mémoires, Olivier de la Marche narra con profusión los infinitos controles a los que eran sometidos los alimentos y las bebidas de Charles le Téméraire —Carlos «el Temerario»—, duque de Borgoña de 1467 a 1477.
Las comprobaciones las abría el panettiere, que recibía del canovaro una servilleta ya sometida a la credenza; este último llevaba también una cajita de plata fina con todos los utensilios reservados para el servicio del duque. Antes de servir la mesa, el panettiere descubría el «gran salero», con la cubierta de éste cogía un poco de sal y lo tendía al maestro de palacio, para que efectuara la créance: entonces extraía de su estuche todos los instrumentos y los acomodaba en la mesa.
El maestro de palacio sometía a la prueba también las tablas sobre las que se depositaban los alimentos sólidos y todos los objetos del servicio de mesa: manteles y paños, servilletas y jofaina.[1]
Se pasaba después a la comida, sometida a diversos controles antes de que el duque pudiera tocarla. Una primera serie de pruebas se efectuaba en las cocinas por parte del primo scalco —primer mayordomo—, quien hacía probar los alimentos al scalco di cucina, responsable oficial de las cocinas. Inmediatamente después, los platos eran tapados y llevados a la mesa uno tras otro, en una larga procesión guiada por el maestro de palacio, quien dirigía el conjunto de los ufficiali di bocca. En la mesa, los platos eran destapados uno por uno y el scalco trinciante tomaba una muestra de comida que, bajo la mirada atenta de todos los presentes, daba a probar al oficial encargado de su transporte.
Naturalmente se encontraban ahí, de pie, a espaldas del duque, sus seis médicos personales, que de manera oficial aconsejaban los alimentos más adecuados para la salud de su señor —pero que en realidad, tenían la misión de vigilar la ceremonia—. Una vez concluido el servicio de los primeros platos, el cortejo de sirvientes se retiraba para volver con los segundos platos, repitiendo desde el principio la secuencia de operaciones de control. Un procedimiento análogo servía para controlar los dulces y confitados ofrecidos en el salón o servidos en los aposentos del duque.
El servicio del vino era objeto particular de atención, y su ejecución exigía una praxis meticulosa: la primera prueba consistía en dejar correr el líquido sobre el corne; apenas el duque deseaba beber, el coppiere vertía el vino en el cáliz del duque y en el vaso bajo, y entonces tapaba con la cubierta el cáliz de su señor, añadía agua en el vaso bajo y se lo ofrecía al mayordomo asistente. Cuando éste lo vaciaba, el coppiere ofrecía el cáliz a su señor, que podía ya en ese momento beber con total seguridad.
Siguiendo el ritual de las tan variadas pruebas canónicas en la corte de Borgoña, uno se da cuenta de la paranoia que invadía a los príncipes de la Edad Media y del Renacimiento. La prueba no parece haber constituido una medida de seguridad en sí misma, sino el punto fuerte de un complejo sistema de seguridad que, además de prohibirle la entrada a los extraños a las cocinas, bodegas y a las numerosas despensas, también incluía la inspección de muebles, ropa blanca y vajillas, para extenderse incluso hasta la recíproca supervisión entre los oficiales de la corte.
El ritual de la credenza comenzó a perder su razón de ser desde la mitad del siglo XVI. En 1581, en sus escritos sobre el arte del trinciante, Vincenzo Cervio hace notar que los príncipes y los reyes solicitan la credenza no sólo por temor al envenenamiento, sino también por la belleza intrínseca de la ceremonia, testimonio de la grandiosidad de su estilo de vida. La expresión faire la crédence y el correspondiente italiano fare la credenza desaparecerán simultáneamente de la lengua corriente en el siglo XVII, cuando la ceremonia de la prueba cae en desuso.
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[1] Vasija en forma de taza, de gran diámetro y poca profundidad, que sirve principalmente para lavarse la cara y las manos.