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Diez escritores que fueron borrachines para bien y para mal

Por Animal Gourmet

Las drogas y la literatura siempre han estado íntimamente ligadas porque las primeras pueden obrar como catalizadores de la segunda. Y muchos son los escritores que estarían dispuestos a firmar un pacto fáustico con el dios Baco que les permitiera concebir una obra maestra.

En el caso del alcohol, casi podríamos afirmar que gran parte de los clásicos de la literatura no fueron escritos con tinta, sino con vino. Villon, Joyce, Rabelais, Poe, Roth, Lowry, Horacio, Gonzao de Berceo, Chaucer, Bocaccio, César Vallejo, Cabrera Infante, Bowles, Arquíloco, Omar Jayán, Juan Rulfo, Juan Carlos Onetti, Anthony Burgess, Fulkner, Joyce, Hemingway, Scott Fitzgerald… todos escribieron e hiparon.

Ya sea porque el autor tiene algún gen que le predispone a empinar el codo más de la cuenta, ya sea porque el alcohol siempre ha sido la droga legal de acceso más rápido y efectos más notables, tenemos un buen ramillete de escritores dipsómanos que no serían lo que son sin la asistencia del C2H6O (o quizá habrían llegado a más).

1. Charles Bukowski

Estamos ante el paradigma del escritor borracho y contestatario, el epítome del escritor autodestructivo que, sin embargo, destila su mejor prosa mientras se está muriendo. La forma más rápida de penetrar en el sórdido mundo de Bukowski es a través de una película.

La película es The Barfly (El borracho), interpretada por un Mickey Rourke en estado de gracia, andando y moviéndose como una lagartija (o como un aristócrata de vuelta de todo, tal y como rezan en la película), cuya única razón de su existencia es conseguir, sea como sea, y bajo cualquier precio, un lingotazo. Los diálogos producen una mezcla de desasosiego e hilaridad.

El propio Bukowski parecía ser un personaje de ficción. Por ejemplo, en un programa de televisión francés, Apostrophes, frente a la mirada atónica de su presentador, el periodista y crítico literario Bernard Pivot, el bueno de Bukowski se pimpló de un solo trago una botella de vino blanco. Sin pestañear. No resulta raro que una de sus frases míticas relativas al bebercio fuese:

Ese es el problema de beber, pensaba, mientras me servía un trago. Si algo malo pasa, bebes para intentar olvidar; si algo bueno, bebes para celebrar; y si nada pasa, bebes para que hacer que algo pase.

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2. Edgar Allan Poe

El gato negro no sería lo mismo sin el delirium tremens en el horizonte. Edgar Allan Poe era el clásico beodo al que no le importaba perder la conciencia o caerse en redondo, tal y como explica Robert Schnakenberg en el libro Vidas secretas de grandes escritores:

Un compañero de universidad escribió que «su pasión por la bebida era tan poderosa y peculiar como la que tenía por las cartas […] Se metía en el cuerpo un vaso entero de un solo trago sin pestañear». Este vaso solía bastar para sumirlo en un estado de sopor etílico. Sin duda, una parte del problema radicaba en su débil complexión y su enfermiza constitución.

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3. Joseph Roth

Antes de morir en París, en 1939, el alcohol que corría por sus venas le permitió parir La leyenda del santo bebedor, justo antes de que le segara la vida. En su tumba dice, simplemente, écrivain autrichien mort à Paris (escritor austríaco muerto en París). Pero, a cambio, Roth nos dejó en prenda una cita escrita de su puño y letra en la que se te autodefine sin cataplasmas:

Así soy realmente: maligno, borracho, pero lúcido.

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4. Malcolm Lowry

Lowry murió el 26 de junio de 1957 en la villa de Ripe, Sussex del Este, por la ingestión de alcohol y posiblemente una sobredosis de antidepresivos. Bajo el volcán es una «divina comedia ebria». Nunca en tan pocas páginas se ha reflejado tan bien el descenso a los infiernos de lo etílico. Como señala Gonzalo Ugidos en su libro Chiripas de la historia:

Malcolm Lowry escribe con un tempo lento, exasperante, con descripciones obsesivas en las que irrumpe una vida interior trenzada en el remordimiento y la culpa por beber como una holoturia.

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5. Charles Baudelaire

Además de alcohol, Baudelaire necesitaba también de hachís para escribir. Decía:

Hay que estar siempre borracho. Para no sentir el horrible fardo del Tiempo hay que emborracharse sin tregua. Pero ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, a vuestro gusto. Pero emborrachaos.

En su libro de referencia, la compilación de poemas grotescos Las flores del mal, tiene unos versos dedicados al vino: El alma del vino, que empieza así: Cantaba un día el alma del vino en las botellas: / Hombre, para ti lanzo, desheredado amado, /en mi prisión de vidrio y mis lacres bermejos / mi canción que de luces y de hermandad se llena.

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6. François Rabelais

El creador de una obra tan excesiva como Gargantúa y Pantagruel debía llevar por necesidad una vida excesiva, así que, para no decepcionarnos, así lo hizo, relacionándose con el vino casi como si fuera agua bendita, tal y como explica Gonzalo Ugidos:

Se sentía muy orgulloso de la calidad de los vinos blancos de La Pomardière, la fina de su familia en Gravot. Gargantúa se lavaba las manos con vino frío tras el almuerzo y el caldo corre a torrentes en esas páginas llenas de bebedores desaforados que liban «como tierra seca».

Solo así encontramos en su obra cosas tan extrañas como el siguiente diálogo entre un retrete y su usuario:

Cargante, bostante, pedante, cacoso, tu coso colgante bajante a mi foso, guardoso, mierdoso, asqueroso, ¡San Telmo te espante si todo agujero mugroso, trasero, no limpias entero cuando te levantes!

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7. Juan Rulfo

A menudo encontraban a Rulfo desnudo, durmiendo la mona en plena calle. No se quedaba dormido por exhibicionismo, sino porque estaba tan borracho que no reparaba en cómo le robaban la ropa. Entre turca y turca, sin embargo, escribió Pedro Páramo.

Sus problemas con el alcohol eran tan tremebundos que hasta su esposa, Clara, debía encerrarle con llave para que no siguiera bebiendo. Finalmente trató de combatir estérilmente su adicción ingresando, a finales de 1962, en el sanatorio La Foresta de Guadalajara, donde recibió tratamiento a base de electroshocks.

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8. Juan Carlos Onetti

El uruguayo Juan Carlos Onetti se volvió tan sibarita del alcohol que, según cuenta Eduardo Galeano, junto a su cama disponía de un alambique con un sistema de tubos a fin de libar vino sin mayor esfuerzo. Vino siempre tinto. En una entrevista no le dolían prendas en manifestar:

El escritor es un ser perverso. Yo soy perverso. Tomo porque me gusta; fumo porque me gusta. El alcohol me ayuda a escribir. Todavía no he escrito borracho como Faulkner, mi maestro. Este es mi maestro en lo literario, no en lo alcohólico. Hubo un tiempo en que tomaba pastillas, recetadas por un médico, para escribir. Ahora escribo en ‘pelo’, como dicen los gauchos que montan a caballo; o, si quiere, a ‘capella’.

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9. Jack Kerouac

Uno de los líderes carismáticos de la Beat Generation, la contracultura de los años 60 y autor de En el camino. Kerouac también frecuentaba, como sus colegas escritores, el Café Vesubio, un antro que aún existe junto a la librería City Lights Books en San Francisco. Allí escribía y bebía hasta ponerse tibio. Tanto bebió que murió con apenas 47 años a causa de una hemorragia interna debida al abuso de alcohol. En el fondo era lo que Kerouac quería:

Como católico no puedo suicidarme, de manera que me sirvo de la bebida para matarme lentamente.

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10. Ernest Hemingway

Según nos explica Ana Andreu Baquero en su libro Lo que Robinson Crusoe le contó a Lolita, Hemingway fue capaz de hacerse con un premio Pulitzer a pesar (o porque) consumía diariamente litros de ron, vino o whisky. Su bebida favorita, con todo, era el daiquiri, del que llegaba beber diez copas seguidas. Su afición al daiquiri alcanzaba tal nivel que solía llevar consigo un termo para disfrutar de él en cualquier momento.

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La lista continuaría interminablemente. Porque el alcohol destruye vidas, pero también puede llegar a sacarle lustre a nuestra genialidad, a pesar de que Stephen Vicinczey aconsejaba no escribir bajo los efectos del dios Baco porque «la lucidez es esencial en un escritor». Algunos autores pagaron como tributo su propia vida. Pero, a fin de cuentas, ya dicen aquello de que el veneno es la dosis.