La histórica ciudad de Harar, en Etiopía, no es sólo conocida por ser uno de los centros religiosos más sagrados del país. Ahora también ha saltado a la fama por la calidad de sus cervezas.
Como buena ciudad sagrada, es también colorida. Dentro de los muros de su ciudad antigua encuentro edificios verdes, morados y amarillos. Y sus mujeres parecieran tomárselo como un desafío, vistiendo velos y túnicas en llamativos colores rosados o naranja eléctrico.
Harar se encuentra en el extremo este de Etiopía, con una carretera que sale en dirección a Somalia.
El poderoso líder musulmán Ahmed el zurdo lideró campañas feroces desde esta ciudad en el siglo XVI.
En sus calles estrechas me encuentro con cabras, viejos que colapsan al masticar khat –el narcótico que causa polémica en Europa- y un pequeño niño que para a jugar a la pelota conmigo por unos minutos.
Afuera de la plaza principal, los modistos se sientan frente a las fábricas de telas listas para comenzar a coser.
Binyam, instalado detrás de su máquina de coser, realiza un pequeño trabajo para mí, recordando a sus ancestros griegos y contándome sobre la proveniencia de su máquina: un regalo, dice orgulloso, que costaría miles de birrs, la moneda local.
Aprovecha de advertirme sobre los estafadores que venden malas bananas y ladrones cercanos.
Vine en busca de la cervecería de la ciudad, por la cual es famosa, más allá de sus credenciales santas.
Por tres décadas, la cerveza Harar ha sido la mejor representante de la ciudad, con su etiqueta que muestra sus representativas puertas.
El conductor de un tuk tuk sabe dónde encontrar la fábrica y partimos el recorrido fuera de la ciudad antigua, camino arriba de un cerro.
La entrada de la cervecería está flanqueada a un lado con una señal que prohíbe las armas de fuego y al otro por una enorme botella de cerveza, quizá para recordarte por qué no se puede ingresar con armas: acá se sirve alcohol.
La botella gigante tiene cuatro veces el tamaño de un hombre. Lo sé porque hay uno frente a ella, un guardia de seguridad que está dichoso de tener un visitante.
No es que busque atención, pero la botella gigante detrás de él le da al ambiente un aire a las casetas de los guardias de la reina en Londres.
Al ingresar, cajones verdes de cerveza se visualizan en el horizonte, con una mezquita también verde a la distancia.
Bajo nuestros pies hay vías de ferrocarril en desuso. La red de una cancha de tenis pareciera estar funcionando y en un oxidado juego para niños un hombre mira a su hijo en un columpio. El aire somnoliento del lugar es engañoso.
La cervecería fue vendida al grupo Heineken por el gobierno hace tres años. La compañía dice que piensa invertir en la planta.
Pretende mejorar el proceso de manufactura, trayendo su experiencia y consiguiendo más material local, ya sea en Etiopía o en la región.
También adquirió otra cervecería en Bedele, en el extremo occidental, y está construyendo una tercera cerca de la capital, Adís Abeba.
Muchas empresas extranjeras apuntan a la mano de obra barata y a aranceles de exportación favorables como razones para invertir. Con todo, el país recibió un grado por parte de las agencias de calificación de crédito por primera vez.
Parques industriales aparecen a la vista cada vez que salgo de la capital por sus principales arterias.
Unilever, General Electric, GlaxoSmithKline, H&M, Tesco, Walmart, Samsung son algunas de las marcas que ya están en Etiopía o están evaluando ingresar.
Los chinos también han aterrizado aquí, produciendo miles de zapatos a diario, al sur de la capital, para las principales marcas internacionales.
Para Heineken, una de las motivaciones es el mercado nacional, más allá del campo de cerveza, que puede crecer muchísimo más. El consumo de cerveza en Etiopía, asegura, es sólo un tercio del que tiene su vecino, Kenia.
Me detengo en la sala de degustación y pido una cerveza.
La mujer en la cocina pareciera entretenerse con mi llegada. Es un feriado nacional y el lugar está tranquilo, sin embargo la gente acá adentro está moviendo mesas y sillas y sospecho que el ambiente no será tan tranquilo más tarde.
Hay una saludable vitrina de trofeos justo detrás de mi mesa, llena de premios ganados por el equipo de fútbol de la cervecería que compite en la principal liga etíope, pero está casi al final de la tabla durante mi visita, con amenaza de quedar relegado.
De vuelta al interior de las murallas de la ciudad santa, la gente del mercado no es consciente del gran negocio detrás de la cervecería. Para ellos, la única droga que vale la pena comerciar es el khat.
Fuera de mi ventana dos mujeres extienden sus bolsas de hojas de khat. Un mendigo, seriamente lisiado, se dirige hacia ellas.
Hace instantes estaban gritándole a un joven. Un acuerdo por la droga pareciera haber salido mal.
Ahora, sin embargo, le deslizan discretamente unas hojas al mendigo. Es su forma de dar limosna en el borde de la ciudad sagrada.
Contenido relacionado: