En realidad la mesa tiene varias maneras de expresarse, usos múltiples para un espacio físico cada día más diverso. La reflexión es uno de esos usos, una manera de abstraer lo material, una forma de hacer comunidad a través de las ideas, para hablar con palabras de Alfredo Villanueva, con quien he compartido discusiones y discurrimientos desde hace años sobre la comunidad, y hoy son posibles y frecuentes.
La mesa siempre será el origen y destino de la socialización primaria y compleja. Encultura al más ajeno, por recordar a lo dicho por Miriam Bertrán, excelsa antropóloga con quien he compartido reflexiones hasta saciarnos. Reduce en un espacio cuadrado, redondo o de cualquier forma caprichosa todas las posibilidades humanas para construir enlaces que unas veces se alargan hasta el final de los días y otros son tan efímeros que parecieran salidos de un suspiro.
Pero lo dicho, escrito, pensado, amado, sentido, gritado o sollozado en una mesa siempre dura. Se convierte en recuerdo, en aromas y sensaciones que diferencian un momento de otro, que le dan mayor o menor valor a una persona que a otra. Una comida convertida en pretexto para amar, o simplemente el amor vuelto comida.
Un bocado de socialización es lo que los humanos necesitamos al día. Con los seres queridos, amigos o con la sensación de que estamos rodeados por seres similares a nosotros, inspirados igual que nosotros, derrotados pero nunca fracasados como alguna vez hemos estado, contentos pero nunca satisfechos, o simplemente felices por ser y estar, y dejar a los otros ser y estar. La mesa entonces es el pretexto ideal para encontrar coincidencias y diferencias; para solventar aquello que acongoja o comentar lo que puede diseñar futuros promisorios con aroma a sueños compartidos, con matiz de ilusiones frágiles que alimentan al alma y al estómago.
Un sorbo de vino, un bocado de un postre mágico, un beso y el escenario está completo para el amor más puro y aparentemente indivisible. Un trago de café bien amargo, un foie gras perfecto, un cigarrillo para calmar la ansiedad, un gin tonic para saciar la sed, una lágrima de tristeza, y la continuación de la misma historia ahora en soledad. Pretextos para seguir elaborando y reflexionando alrededor de una mesa. Ese objeto que recibe lo que somos sin rechazarnos, que nos deja ser sin criticarnos, que acompaña sin someternos, que dialoga sin nulificarnos, y que deja que fallemos sin condenarnos.
Así es la mesa, tan bipolar como los humanos mismos. Tan sórdida como las fantasías más oscuras o tan luminosa como la más grande muestra de la limpieza y claridad de alma infantil, esa que es pura solo por serlo, ese que ilumina a los padres cuando observan a sus hijos triunfar, ese que aunque se elaboren millones de versos es imposible de entender hasta que se vive en carne propia.
Y comer en la mesa es debatible, a veces hasta ominoso cuando la función primaria de la mesa no se entiende para la ingesta sino para la constitución de lazos personales profundos; pero la mesa siempre estará ahí, esperando, como la familia al padre ausente, como aquel que espera en silencio la llamada del ser amado, como la que espera al novio en el altar, como el que confronta al destino y se llama a sí mismo ser humano congruente, maduro e inteligente sin pensar que la vida se define en la búsqueda de esos valores y no en la supuesta aplicación de sus virtudes. Errar es de humanos y a veces también la mesa se equivoca.
Es entonces la mesa una oportunidad universal. Un deseo para hacer de un banco de madera una reunión familiar, una barra de un bar un espacio de convivencia y fiesta, o un mantel en un parque la mejor forma de amar. Sin distingos de forma, lo que importa es el fondo. Lo que aquellos que la ocupan sean capaces de elaborar y distinguir, de construir como códigos compartidos que serena o violentamente se imponen a través –en la mayoría de los casos- de la impartición del pan y la bebida.
Una mesa también es un pretexto. Una forma de enamorar y dejarse enamorar; de dialogar y exponer lo más profundo, y de amar física y apasionadamente, porque la mesa se puede convertir en sostén y altar de los amantes más despreocupados, que buscan excusas para dar rienda suelta al contacto carnal más etéreo.
La mesa es un canal de comunicación que sostiene los vínculos sociales primarios, que hace homenaje a los primeros humanos que encontraron en el fuego un espacio de cocina, reunión y socialización. La mesa es la elaboración máxima del humano, cuando en un restaurante todo se dispone para recibir al comensal más exigente o al más dispuesto de vivir experiencias confrontadoras.
Es el lugar de convivencia de las madres tejiendo los sueños de los hijos que aun no nacen, donde se deciden destinos compartidos, donde se cierran tratos, se generan sueños, donde se marcan tendencias o se olvidan tristezas, donde se habla, se piensa, se ama o se odia. Es el recuerdo de dos manos entrelazadas buscando su destino, dos ojos cruzándose para encontrar coincidencias y futuro, o dos seres que sin quererlo se separan porque lo que coincidía murió y no construyó su propia mesa.
En concreto, la visión de una mesa es más grande todavía que la de cualquier objeto del ser humano. Es su máximo recordatorio de su primigenia humanidad, es un refugio, la cueva del cavernícola, el centro de su belleza, o el lugar de su traición.
La mesa a punto de reventar por estar tan cargada de responsabilidades me reclama que la deje en paz. La libero, al fin es un objeto, lo demás se lo doy yo. Me contesta y confirma que tras mi paso elaborado y sufrido para escribir estas líneas, el mesero vendrá, limpiará mis rastros, eliminará mi presencia, se embellecerá de nuevo y volverá a comenzar. Sin mi, pero recordándome siempre. Ya nos volveremos a encontrar.