Ya decía el antropólogo Edward T. Hall que, en el mundo contemporáneo, todos vivimos en la misma ciudad. No en ciudades muy parecidas, sino en la misma. Imagina que has contratado un viaje a la Rivera Maya. Te levantas un día, bajas al metro, entras en un tubo metálico lleno de gente, llegas a un edificio muy grande, vuelves a entrar a otro tubo metálico lleno de gente, vuelves a llegar a otro edificio muy grande, vuelves a meterte en otro tubo metálico con mucha gente y acabas en un hotel-resort con pulserita del que no te van a sacar en una semana ni con aguarrás de 95 octanos, y en el que vas a hacer lo mismo que harías en Quintanar de la Orden, provincia de Toledo, pero gastando diez veces más. Y sin cruzarte con nada que te resulte distinto, extraño, ni mucho menos incómodo. Ni granjas ni árboles ni vacas ni indígenas ni autóctonos ni nada que no conocieses el día anterior al que saliste de casa. Y eso es maravilloso.
A ver, supón que tienes que hacer un regalo a tu sobrina Jennifer. ¿Te vas a meter en un mercadillo de esos raros que huelen raro que están llenos de gente rara? Quita, quita, lo mismo te atraca una banda de mapaches psicópatas y te roba la pulserita. Lo mejor es ir a la calle comercial y entrar en un Zara, que tienen de todo y te lo conoces como si estuvieras en Parquesur.
¿Que se te olvidó el dentífrico? Seguro que estos tíos se lavan los dientes con una piedra o con un cacho de hierba satánica. Nada, lo mejor es buscar una farmacia y comprar Colgate o Binaca, que saben igualito que el de Madrid.
¿Y a la hora de comer? Bueno, cuando aprieta el hambre es cuando un orgulloso viajero se enfrenta a su más formidable prueba. Desde luego que no piensas meterte en la boca nada de lo que esta gente come. A saber de qué estarán hechos esos filetes, seguro que de solomillo de tejón o de pechuga de grillo. Ni de coña. Si, como yo, eres un cretino cobarde y patético tienes el estómago delicado, lo que harás será ir al centro comercial más cercano en busca de la salvación en forma y aroma de fast-food. Del Santo Grial de la comida-que-ya-sabes-a-qué-sabe-aunque-no-estés-seguro-de-qué-está-hecha-pero-te-da-igual. De los arcos dorados. De la M mayúscula.
Perfecto. Aquí no hay nada qué temer. Entras, haces la fila, llegas al mostrador y te dispones a pedir el primer producto del menú, que es, obviamente…¿un McLangosta?
Ay, amigo, que las cosas no iban a ser tan sencillas. Pero no te preocupes, que no es que te haya fallado tu cadena de comida rápida favorita; sencillamente es otro brazo más de la globalización. Un brazo mutante, híbrido, quizá bastardo, pero brazo al fin y al cabo. No olvidemos que una marca, por muy global e internacional que sea, lo que quiere de verdad es vender. Y para eso está el naming, el branding, el positioning y otros anglicismos que emplea el marketing (y otro más): para decirle a la marca que tiene que acercarse lo máximo posible a su cliente potencial. Que tiene que crear productos que se parezcan a sus preferencias locales o tradicionales. Y metérselos a los clientes en la boca.
Así, las franquicias alimentarias más famosas tienen en su catálogo un montón de productos, platos y menús que ofrecen exclusivamente en los restaurantes y las tiendas de determinados países. A veces son pequeñas reinterpretaciones de su artículo estrella, pero otras veces son auténticas marcianadas como el McLobster que veíamos arriba y que se vende solo en ciertas zonas de Nueva Inglaterra y el este de Canadá.
En realidad es sencillo. Como ya hemos dicho, se trata de despojar a la corporación de la imagen de monstruo imperialista global que impone sus propios criterios, apelando a la conciencia (alimentaria) local del potencial cliente. A veces mediante la introducción de alimentos regionales y a veces casi por pura imposición religiosa, como en el caso de la India, donde, obviamente, no existen las hamburguesas de carne de vacuno al ser la vaca un animal sagrado.
Por ejemplo, la sopa es un elemento distintivo de la alimentación portuguesa, hasta el punto no solo de que en los restaurantes de comida rápida se sirvan sopas, sino que incluso los propios carteles las anuncian como «una sopa tradicional y típicamente portuguesa». Lógicamente, en Pakistán o Indonesia, toda la carne tiene certificado halal, mientras que en los McDonald’s de Israel o Argentina se enorgullecen de que su comida sea kosher. También sirven el famoso EBI Filet-O en Japón, que es una hamburguesa hecha enteramente a base de gambas; en la India, ofrecen el McCurry Pan, un guiso vegetariano de legumbres servido en un barco comestible hecho de pan; y en Costa Rica tiene el McPinto, que no es más que la versión globalizada del gallo pinto, el arroz negro con judías que es el plato tradicional costarricense.
Por supuesto, no es solo McDonald’s la corporación alimentaria que deslocaliza su branding, también lo hace Burger King con una hamburguesa británica a base de coles de Bruselas (porque el Reino Unido es así) o Wendy’s, que en Japón sirve una hamburguesa de foie gras por el módico precio de 2.000 yenes, unos 15 € al cambio.
La implantación global de las grandes marcas de bebidas gaseosas nos ha ofrecido ejemplos radicales de deslocalización, como pasó con Coca-Cola en Perú. Aunque el mastodonte norteamericano intentó colonizar el mercado peruano, Inca Kola, la bebida nacional, siguió (y sigue) siendo el líder en consumo local, hasta el punto de que Coca-Cola, al ver que sus esfuerzos eran inútiles, decidió comprar la mitad del accionariado de Inca Kola en 1999.
Con todo, hay situaciones similares a las que hemos visto con la comida. E igualmente divertidas.
Para empezar, la Fanta de naranja que se vende en Norteamérica es bastante distinta a la que se comercializa en Europa. En sabor, pero también en color. Al fin y al cabo, los americanos asocian las naranjas al color del cítrico que se cultiva en California y que es notablemente más oscuro que el europeo. También existe la Fanta Cassis, con sabor a grosella negra, y que solo se vende en Suiza y Holanda o la curiosísima Fanta Shokata que, supuestamente, se elabora a base de esencia de flor de saúco, y que es enormemente popular en Albania, Rumanía y los países balcánicos. Hay muchos más ejemplos, como la Fanta Calypso o la Fanta de fresa, si bien no son casos de deslocalización sino más bien de producción puntual.
Luego tenemos el caso de Pepsi en Japón. Allí puedes comprar Pepsi normal, Pepsi Light, Pepsi sin cafeína…y también Pepsi Azuki, con sabor a judías pintas, Pepsi Ice Cucumber, con sabor a pepino, Pepsi Salty Watermelon, con sabor a Sandía salada (¿en serio?), en incluso Pepsi Baobab, cuyo gusto suponemos que debe ser similar a lamer la corteza de un árbol de la sabana africana.
El durian es la fruta nacional de Singapur. Es tan preciada por los habitantes de la pequeña ciudad-estado que incluso alguno de sus edificios ha adoptado su inconfundible forma similar a una sandía con pinchos. Lo curioso es que, pese al orgullo que se siente por ella, el durian tiene un sabor muy peculiar y un olor tan desagradable que está prohibido abrirlos en lugares públicos e incluso introducirlos en los taxis y los autobuses. Con todo, en los McDonald’s de Singapur y Malasia te sirven, si quieres, un helado de durian. De igual manera, en Finlandia te puedes tomar un McFlurry de regaliz y en Italia uno de pistacho.
Ahora bien, la estrella de los postres globales-pero-locales son los KitKat de Japón. Ya hemos quedado en que Japón es un país, ejem, peculiar. Quizá sea por el milenario aislamiento insular o quizá por efectos aún no comprobados de la radiación atómica, pero el caso es que son…bueno, eso, raros. Y esto se aprecia en la fascinación que la cultura japonesa tiene por los productos occidentales y, sobre todo, por la japonesización de esos productos.
Seguro que alguna vez has probado el KitKat, incluso es posible que conozcas la versión de chocolate blanco o el KitKat black, que tiene un 61% de cacao. Pues en Japón puedes comprar más de 100 sabores distintos de KitKat, porque desde hace ya más de una década, Nestlé Japan produce y comercializa, a veces de manera continuada, y otras veces en forma de serie limitada, una batería de versiones de la popular chocolatina que son un fenómeno coleccionista (y un desafío para los paladares). Desde el KitKat de tarta de queso con arándanos hasta el de whisky y naranja; pero también el de té verde, el de salsa de soja, el de patata asada, el de pepino y hasta el de wasabi (que hay que tenerlos cuadrados).
Es interesante, porque la pronunciación japonesa de KitKat se parece bastante a la expresión «kitto katsu», que significa «buena suerte». Así, no es de extrañar que haya tiendas que se dediquen exclusivamente a vender todas las versiones de la chocolatina y que haya japoneses -y también muchos extranjeros- que coleccionen , bien en directo, bien a través de webs especializadas, el producto de Nestlé, aunque solo conserven el envoltorio.