1.─Dice el chef Gerardo que lo espera afuera, en la banqueta ─dijo el estudiante de gastronomía. La comida a beneficio del Museo de Arte Popular había casi concluido, las cocineras tradicionales de Michoacán invitadas para el evento ya levantaban sus stands y recogían metates, hornos de barro, mazorcas de todos colores, jarrones y cazos.
Gerardo Vázquez Lugo estaba afuera con tres de ellas y ahí estaban instaladas sobre la banqueta, con un metate moliendo maíz, salsas y quesos a un lado de la entrada del museo.
Me acerqué a Gerardo y me dijo: “Mira” y así sin más, me dieron una tortilla recién hecha de maíz morado con un trozo de queso de cuajo y salsa de chile, cebolla y tomate. Producto y mano regionales. Tradición, esencia.
─De eso se trata todo esto ─le dije─, no hay más. Asintió y disfrutamos un momento trascendente, único y significativo. Porque toda alta cocina viene de este tipo de expresiones honestas, directas y reales. La calidad del producto, los sabores característicos y las circunstancias específicas ─especiales─ hicieron de ese momento algo revelador, irreproducible y memorable. Fue una enseñanza importante y humilde, un fundamento que hemos hecho a un lado y preferido por una cocina pretenciosa, artificial, vacía y desprovista de contendido y substancia, una cocina netamente mediática y deshumanizada.
Ahí, sobre la banqueta de la calle Revillagigedo, a una cuadra de la Alameda en el Centro Histórico de la ciudad de México, Gerardo y yo fuimos iluminados por una realidad que anhelamos pero que estamos tan lejos de alcanzar. Esas mujeres, sin una combinación deliberada y presuntuosa de materiales y técnicas novedosas otorgaron un producto sencillo e intenso impregnado de identidad, valor regional e historia.
Presumimos tanto el rescate e investigación de nuestras tradiciones gastronómicas pero en la práctica no podemos estar más alejados de ellas; no mostramos esa supuesta comprensión de esas cocinas porque no entendemos a lo que está detrás de ellas: la gente. Y más profundo aún, su historia. Y sin esa apreciación la cocina en México no tiene futuro, sólo técnicas y emplatajes bonitos.
“…bien podemos irnos al carajo y a nadie le importa. Por fortuna.”
2. Cuando terminó la comida me fui a curiosear por la tienda del museo. Entre tanta cosa que vi una en particular captó mi atención: un asador de barro. La vendedora sólo me dijo que era de Michoacán; ─Los traen de allá, pero no sé de dónde ─dijo, mientras en mi cabeza pasaban imágenes del asador en el patio de mi casa─.
─Me lo llevo ─sentencié─ y ahí mismo lo pagué. Lo empacaron y enviaron por camión. Cuando llegó a Monterrey le saqué fotos y subí a mi blog y redes sociales y fue gracias a ello que supe de dónde venía pues una mujer posteó que se trataba de una artesanía típica de Cocucho, Michoacán. De inmediato me metí al Google Earth y di con el lugar. Leí además sobre cómo el arquitecto Barragán compraba y mandaba hacer jarrones y cosas por el estilo en esa comunidad para sus casas y proyectos.
La cosa es que no perdí tiempo y fui a comprar leña y carne y le hablé a los amigos. Fue todo un suceso. El aparato, lejos de ser una artesanía con un valor regional, es un asador de los cojones; mantiene el calor muchísimo más tiempo que un asador de fierro y, quiero pensarlo así, la comida sabe mejor. Lo que sí te digo es que es más divertido.
Existe una conexión profunda entre todas estas hechuras artesanales, las que vienen directo de las tradiciones regionales. La comida no está escindida de ellas, es parte fundamental de toda esta expresión pero los cocineros no hemos querido reconocerlo y nos encerramos en nuestros laboratorios creando y recreando platillos desprovistos de ese ingrediente esencial. Lo cierto es que esos platillos y tradiciones (no meramente “recetas”, como las hemos limitado) sobreviven porque esas comunidades las perpetúan, no por cocineros ambiciosos, petulantes y aprendices de redentor culinario que creen que por servir una corunda con foie o un chilmole deconstruido emplatados como si fuera pasarela de modas se han ganado un nicho en el panteón gastronómico nacional.
Por fortuna toda esta agenda culinaria nacional sobrevive más o menos por sí misma y no necesita de nuestra intervención; bien podemos irnos al carajo y a nadie le importa. Por fortuna.
3. La comida del museo fue atendida por estudiantes de cocina, no por profesionales. Esto siempre es una magnífica idea porque pone a estos jóvenes en una situación real donde pueden apreciar las cosas como son. Pero lo más importante fue que se trató de un evento de arte popular con comida, y esa conexión es indisoluble. El problema es que la mayoría de las escuelas de cocina no reparan en esto y les importa una chingada si el estudiante sabe de dónde vienen los platos que aprenden a cocinar o si tienen un valor antropológico, histórico o social: la cosa es cobrarles, que se gradúen y se vayan.
Al estudiante lo transforman en un técnico chafo en alimentos y bebidas y así debe salir y construir un currículum que le va a costar sudor y sangre. No es justo.
La práctica de la agenda curricular debería incluir presencia en lugares comunes, públicos; cafeterías de escuelas, hospitales y empresas, changarritos callejeros, puestos en mercados y hasta salir a vender quesadillas, tacos y tortas en una chingada canasta casa por casa. Después, si el presupuesto lo permite, salir a ciertos pueblos y comunidades a ver estas tradiciones, a vivirlas. Tendrían que viajar al campo y enterarse de dónde sale tanto chingado producto. Luego pasarían al laboratorio a recrear todas estas recetas, y después de haberlas hecho correctamente, entrarían en la fase experimental.
También estarían cultivados académicamente en toda suerte de teoría culinaria. Con todo esto tendríamos una fuerza laboral entrenada y culta, pero sobre todo, consciente. Y eso es lo que se requiere para transmitir el mensaje al comedor, que es uno de los lugares donde se expresan estas capacidades. Pero si nada de esto se hace entonces estamos jodidos y así seguiremos, en un país donde unos pocos hacen este trabajo. Deberíamos de ser muchos.
“…la cosa es cobrarles, que se gradúen y se vayan.”
Epílogo. Debemos reconocer que la cocina tradicional es la base de este intento por actualizar y evolucionar nuestra gastronomía y ahí todo se vale, menos pegarle al Mandrake. Siento que hay una falta de intención en este esfuerzo general al momento de ejercer nuestro oficio y cocina; se tiene todo pero se hace poco.
Las propuestas que buscan una revalorización de lo tradicional no son suficientes y el público las acepta a medias porque no sólo tiene que ver con el cocinero, el comensal está en íntima complicidad en este proceso. El cocinero tiende a pensar más en el dinero y en la exposición mediática de su cocina que en el contenido y la trascendencia y el comensal no quiere experimentar. El nivel de riesgo creativo es bajísimo y tanto cocinero como comensal se van a donde se sienten seguros, a un territorio más o menos neutro, un lugar probado donde a veces se roza con la vanguardia y la novedad.
Hay que pensar en serio sobre qué queremos hacer y a dónde podemos llegar. Hasta ahora sólo estamos experimentando y revolviendo los dados dentro de un cubilete para arrojarlos sobre la mesa y a ver qué sale. En tanto que el impulso espontáneo, natural y despreocupado es una condicionante en todo proceso creativo, requiere necesariamente de una reflexión, una apreciación histórica y una planeación congruente para proyectarla de manera sólida y efectiva hacia un futuro que sólo nosotros podemos moldear, porque muchos todavía no entienden que toda esa cocina es nuestra cocina, de nadie más.
Consciencia, saber y sentir cuál es nuestra esencia e intención, eso es todo lo que se necesita.