En la totalidad de las acciones que rigen nuestra estancia terrenal hay siempre dos caras de la moneda, y sin querer entrar en discusiones teológicas, la verdad no sé a quién se le ocurrió hacer de nuestra condición humana una incesante dualidad: bueno-malo, negro-blanco, luz-sombra, dulce-salado, graso-magro.
De lo que quiero discutir es si comemos para vivir o vivimos para comer. Quizás con este permanente “yin-yang” habrá quien diga que el sol sale para todos ─aunque definitivamente no alumbre igual─. La comida y la manera de comer, según se argumenta hoy, refleja en mucho quiénes somos, de dónde venimos y cómo fuimos educados.
¿Somos lo que comimos? o ¿tenemos esperanza de ser mejores por lo que comemos?
Nuestros hábitos alimenticios son, para bien o para mal, el resultado de un cúmulo de experiencias adquiridas, más o menos delineadas por nuestro genético pasado y por el entorno en que nos tocó crecer. Esta mezcla de hábitos y rutinas con el tiempo ─dicen los que de esto saben─ influyen en nuestras costumbres y en nuestra manera de vivir.
La pregunta queda en el aire: ¿somos lo que comimos? o ¿tenemos esperanza de ser mejores por lo que comemos? ¿De dónde nos agarramos para ser lo que hoy somos? o, más bien, ¿cómo nos desmarcamos para no ser lo que somos ─sin dejar de ser lo que somos o queremos ser─?
En una de las cada vez más recurrentes esperas para abordar un avión, hojeando sin mucho afán uno de esos diarios que presumen de su gran circulación y de sus magníficos colaboradores, encontré un artículo que por razones del editor en jefe (o en turno) se clasificó en una sección del periódico que en mi lacaya opinión poco tenía que ver con el contenido. El nombre exacto del artículo, para que más que la verdad no lo recuerdo, pero era alrededor de la muerte de Manuel Uribe, uno de nuestros ganadores de un récord Guinness: la reseña se desenvolvía más en un carácter anecdótico que en la pérdida de este ser humano.
El reportero enfocó su narración a las complicaciones que están viviendo los deudos para dar sagrada sepultura al difunto. Resulta que para el cuerpo de este singular mortal en su natal Monterrey no hay servicios fúnebres a su “tamaño” y no me refiero a que la familia estuviera buscando un velatorio “5 estrellas” o “gran clase”, simplemente nada era “físicamente” de su tamaño; no había ambulancia, féretro o carrosa que lo pudiera “acoger”.
Imagínese estimado lector. Además del dolor generado por la pérdida del ser querido, las complicaciones que tenía que enfrentar la familia para organizar los servicios fúnebres fueron mayores. No bastaba con resolver cómo mover el cuerpo; las dificultades eran acumulativas y ascendentes.
La decisión de incinerar el cuerpo no aligeró mucho la situación, pues el tamaño del difunto obligaba a mutilar el cuerpo para su cremación y así colocarlo en la cámara de combustión para en algún momento regresar al simbólico: “Polvo somos y en polvo nos convertiremos”.
Todo esto motivado por qué nuestro hoy desaparecido paisano ostentaba, desde 2007, el récord mundial del hombre más gordo sobre la faz de la tierra: 560 kilos de peso muerto (bueno vivo, ahora ya muerto) que acumuló por desconocidas causas durante sus 20 primeras primaveras.
Recuerdo hace algunos años haber visto en uno de esos “super channel programs” un reportaje sobre la dificultosa vida de Manuel Uribe. La imagen televisiva de él, postrado en una cama, en una posición que no era ni acostado ni sentado se me quedó grabada. Ahora, con la noticia de su muerte, siento que nunca realmente entendí lo que Manuel estaba viviendo o más bien debiera decir; que nunca le di la magnitud a lo que significa que un ser humano pueda alcanzar esas proporciones.
¿En qué momento sus familiares se resignaron y aceptaron que ese sobrepeso no era normal?
Sin querer caer en el morbo, leyendo la noticia, no deja de sorprenderme todo por lo que tuvo que pasar Manuel para que su cuerpo fuera acumulando kilos y más kilos. Me pregunto: ¿qué decían sus padres cuando, en sus primeros años, el niño redondito empezaba a desmarcarse del resto de sus contemporáneos? “¡Mira qué cachetón y chapeado, siempre come muy bien¡”.
¿En qué momento sus familiares se resignaron y aceptaron que ese sobrepeso no era normal?, ¿cuándo sucedió esto? ¿a los 150, 200, 300, 400 o 500 kilos? ¿Cómo funciona un metabolismo con esa capacidad de convertir en masa prácticamente todo lo que come? ¿Qué tiene que decir la ciencia al respecto?
Hasta donde yo recuerdo de mis años de universitario, en la materia de Fisiología nos enfocábamos principalmente en el entendimiento metabólico de los seres vivos ─ya desde aquellas épocas me perseguía la dualidad terrenal─. Los estudios sobre el comportamiento de los seres vivos consideraban el término “rendimiento”, que era una especie de habilidad medida de transformar la energía recibida en masa.
Obviamente el resultado de esa eficiencia dependía del ser vivo en cuestión. Digamos que acumular reservas era deseado principalmente si la función del ser vivo era engordar, por lo que cuando encontrábamos una fuente de alimento o una base genética del ser vivo que propiciaba “acumulación”, estábamos ante un alimento y/o ante un ser deseable.
México deambula entre un país desnutrido, mal nutrido, con niveles de obesidad en grado superlativo y para muestra basta un botón. Ahora la pregunta inevitable es si México tiene mucho que decir en el tema de nuestra cocina, de nuestras tradiciones alimenticias ¿por dónde y porqué se nos están colando alimentos y cocinas que nos hacen uno de los países más gordos del mundo? ¿Es que realmente nos estamos reconciliándonos con nuestro pasado a través de nuestra memoria gustativa?
Manuel Uribe descanse en paz.