El comercio internacional fomentado por las monarquías y los imperios europeos incorporó nuevos productos que causaron furor en el Viejo Continente. Existe el ejemplo del té y del café que llegaron de Asia y el gran chocolate que llegó de México a Francia vía España, donde alcanzó un desarrollo sorprendente como materia prima para la elaboración de bombones y pasteles.
Mencionemos que el producto fue introducido por la infanta Margarita, hija de Felipe III y consorte del Rey Sol. Ella lo bebía con frecuencia y su gusto se propagó entre la corte del rey francés. La afición aristocrática llegó a tal punto que en el siglo XVIII se inauguró la Chocolaterie Royal auspiciada por Luis XVI.
En la segunda mitad del siglo XIX la pasta de cacao dejó de ser utilizada exclusivamente como base para bebida y comenzó a cubrir pralinés (pastas de almendras caramelizadas) y rellenar bombones, confiriéndole la forma de golosina con la que es famoso hoy en día.
El proceso para transformar los granos de cacao en una pasta dulce, brillante, aromática y maleable, se obtiene de una torrefacción enérgica que separa los aceites del cacao y que ya separados se utilizan para elaborar las coberturas de chocolate. Este proceso no se logra con la molienda tradicional en el metate, requiere de un motor mecánico. Con lo que se inaugura la era industrial de preparación de alimentos hacia finales del siglo XIX.
La elaboración de bombones de chocolate es muy compleja. Para fundir la cobertura y cubrir los pequeños trozos de mazapán o de ganache se debe de hacer a una temperatura moderada y estabilizarlo en 28 grados centígrados. Para lograrlo, los antiguos patissiers debían fundir el chocolate a 50 grados en baño maría y posteriormente enfriarlo en mesas de marmol con la ayuda de una espátula y utilizarlo rápidamente para aprovechar el breve tiempo en el que la cobertura se mantenía en los 28 grados. Esta precisión implicaba un grado de maestría muy particular por lo que la chocolatería es el escalafón más alto de la formación de un pastelero.
La creatividad del patissier para crear los rellenos y cubiertas es fundamental para transformar los pequeños bocados en el artículo de lujo de un establecimiento. Las piezas se colocan en estuches chic, se envuelven como regalo para agasajar y demostrar amor y para celebrar el nacimiento de las niñas. Además de acompañar las visitas sociales y las cenas de Navidad.
Pero la influencia del chocolate mexicano no solo quedó en los ricos confites y los pasteles franceses. Su aroma especial se transformó en una de las experiencias olfativas más estimulantes que se pudieran encontrar en los alimentos. En Francia se comenzó a asociar al deseo y el placer.
El antiguo gusto de la nobleza mexica, que lo bebía como estimulante en las casas de placer de la ciudad de México Tenochtitlan, se fue develando para todos aquellos que lo probaron y se lo apropiaron. La bebida ancestral era capaz de incorporar algunos destellos de chiles secos, y toques tostados del pinole, además de los aromas de vainilla de Papantla.
Durante la época virreinal su consumo estaba presente en todos los grupos sociales: desde el atole de jornaleros campesinos indígenas y mestizos, pasando por curas y religiosas de la Iglesia y los hacendados criollos. Para muchos, su ingesta se convirtió en adicción: no lo suspendían ni en los días de penitencia religiosa.
Cuando un arzobispo intentó prohibir su consumo en el convento de las Jerónimas fue amenazado y maldecido. Incluso recibía ramos de flores llenos de alacranes güeros para que lo picaran y muriera. Por su parte, Gabriel García Marquez en su novela Del amor y otros demonios narra la relación amorosa entre la mujer de un hacendado y el capataz mulato de la finca. En esta tormentosa vorágine de sexo y calor selvático, la mujer aumentaba su deseo debido a las tazas de espumoso chocolate que bebía con frenesí. Llegaba cargada de pasión a la cita con su amante, a quien le exigía toda su entrega al momento de poseerla.
En España volvió locos a todos pues se transformó en el mejor acompañante para los churros del desayuno dominical. En la nobleza causó estragos. Carlos II, “el hechizado”, llegaba a beber hasta 30 tazas diarias. Esto comenzó a preocupar a la conciencia espiritual de la curia papal, quien también quiso prohibir su consumo durante la Semana Santa y otras fiestas religiosas. Los teólogos españoles, concientes de la afición entre todos los madrileños, determinaron que siendo una bebida esta no rompía las reglas del ayuno que permite ingerir líquidos por las mañanas.
Para el siglo XVIII, lleno de erotismo, era una bebida ideal para el amor. Incluso el famoso don Juan de Casanova se dejaba seducir con una taza de chocolate de manos de una hermosa mujer. Fue así que se desarrolló el chocolate concupiscente, para excitar a hombres y mujeres. Muchas veces se mezclaba con el polvo de una extraña mosca verde, que desde la Edad Media se utilizaba en España para sublimar al máximo la experiencia de los sentidos.
Para los franceses, una vez consumado todo su arte repostero alrededor del chocolate, este apareció en el bouquet de los vinos tintos. Conforme se lograron los grandes vinos, elaborados con uvas ricas en taninos y criados y envejecidos en barrica, apareció el bouquet de grandeza. Este se diferencía de los aromas sencillos del vino, como los de las frutas: cerezas, ciruelas, grosellas… Entre los aromas de la grandeza están los de las especias, el café, los humos y los matices de madera, pero destaca por sobre todos el aroma a chocolate. Aparece ligado a la vainilla y al pimiento, que no es otra cosa sino la transformación del chile mexicano en suelo europeo.
Cuando la evocación al aroma de chocolate aparece en la nariz que husmea la copa, es signo de la evolución del olfato y del vino. Se requiere de un sentido experimentado para detectar esas notas verticales de escalas ascendentes que penetran la nariz. Una vez que el conocedor ha logrado distinguir ese singular aroma, se vuelve dependiente de él.
En los grandes vinos de Burdeos el aroma a chocolate concentra toda la atención del olfato durante la primera aproximación de aroma. En el ataque, el primer sorbo que lava nuestro paladar nos permite distinguir el tanino astringente que nos indica que estamos frente a un gran vino. Quizás el final amargo nos recuerda el sabor de la pasta de cacao sin azúcar. En el siguiente trago, la lengua y el paladar se comienzan a estimular y aparecen las notas frutales del vino: las grosellas, las cerezas y las frambuesas. Si volvemos a oler el vino, distinguiremos las hierbas aromáticas. Pero con el tercer sorbo todo nuestro ser se abre a la experiencia de lo sublime: frutos rojos, hierbas, vainilla, pimiento rojo, pimienta… y entonces reaparece el chocolate en el retrogusto, para brindarnos la experiencia de lo elegante y lo aterciopelado del cru.
El chocolate acompaña así, las notas más altas de la calidad en los vinos tintos más famosos y apreciados del mundo.