Si la alimentación es un pedazo importante de cualquier cultura, un Gansito Marinela es una pizca sobresaliente de la mexicanidad. Sería muy atrevido y valiente quien pueda asegurar que en México no hay una gran mayoría de personas que no lo han comido o probado, aunque sea una vez.
En una publicación del Wharton Institute de Boston me encontré que “para la población de la frontera, la palabra ‘México’ connota meramente una idea filosófica, mientras que la palabra ‘U.S.’ connota una realidad. Más gente puede reconocer al Gansito Marinela ─la caricatura de un patito que se utiliza para anunciar un pastelillo popular─ que a los retratos de Miguel Hidalgo y José María Morelos, padres fundadores de México”.
El Gansito Marinela está en las tienditas desde la década de los cincuenta y hay un chiste en el que es necesario para matar a una solitaria. Tengo recuerdos de la infancia de los que no lo puedo separar y en mi vida el Gansito siempre ha estado por ahí.
Cuando mis hermanos y yo éramos chicos íbamos casi todos los fines de semana a Puebla. Allá vivía el hermanode mi papá con su esposa y todos sus hijos, y frente a su casa, en el tercer piso de un edificio que se veía desde muy lejos, creo que desde la carretera, vivía mi zeide Max.
A unas cuadras de llegar podíamos verlo sentado en su sillón, que estaba junto a la ventana de la sala. Nos estaba esperando, preocupado, como todos los sábados. Nos veía desde su lugar, se levantaba de su asiento, saludaba moviendo la mano y desaparecía. Cuando mi papá se estacionaba, mi zeideya estaba ahí. Siempre nos recibía con abrazos, besos y preguntas sobre el tráfico en la carretera.
Nos quedábamos a dormir en el departamento de mi abuelo. Mis papás dormían en un cuarto con una cama enorme que tenía una cabecera beige y medio oriental, y yo en el cuarto del zeide Max, en una cama junto a la suya. Creo que mi hermana se quedaba con mi prima y, la verdad, ahorita no me acuerdo dónde dormía mi hermano.
La única televisión que había en la casa de mi zeide estaba ahí, junto a mi cama, frente a mi cara si me acostaba de lado hacia la izquierda. Siempre, antes de dormir, veíamos las noticias o algún programa de esos que le gustan a los abuelos. Aunque era un privilegio dormir con televisión, no me acuerdo de haber logrado ver un programa completo.
En la mañana él se levantaba con la salida del sol, o muy temprano, y se iba a la plaza –como él le decía la mercado- a comprar cosas frescas para el desayuno.
Mis papás se bañaban en un baño normal y yo en el de mi zeide, que era azul y tenía regadera con tina. No me acuerdo de haber usado la tina muchas veces.
Me acuerdo de bolillos deliciosos, abiertos a la mitad y sin migajón, tostados, con mantequilla y mermelada; de un pastel de pavo en rebanadas muy delgadas; de papaya escogida magistralmente, servida ya partida en cuadritos, con azúcar y limón al gusto, y de chocolate o café con leche. Pero la verdad mi desayuno preferido en su casa era un jremsl con vareñie.
No sé si vareñie –o vareña, según algunos necios- es masculino o femenino, o si se escribe así, y en realidad eso no importa. Sólo hay que decir que es la mermelada de fresa casi líquida, o muy poco espesa, que hacía mi abuelo. Primero escogía fresas, una por una estudiándolas minuciosamente hasta que completaba un kilo. Luego las lavaba con delicadeza, una por una, y les iba arrancando el rabillo ese que tienen y al final las dejaba escurrir, pero no demasiado para que no quedaran como ciruela pasa. Después las ponía en algún recipiente y les echaba encima un kilo de azúcar blanca. Así las dejaba toda la noche. Al otro día ya no había azúcar y las fresas estaban cubiertas con un empalagoso líquido rojo. Esta mezcla de fresas y líquido era vaciada en una olla que se ponía en la estufa a fuego muy bajo, no sé por cuánto tiempo ni si le echaba agua, o qué. Pero después teníamos para consumir, como drogadictos, la mejor vareñie que nadie ha probado sobre la superficie del planeta.
“En un momento muy pequeño había tres generaciones produciendo enormes cantidades de saliva en la boca”
Con harina de matze, o harina de pan viejo molido (aunque mi papá dice que “¿pan?, de ninguna manera: ¡matze, o nada!”) mezclada con huevo y creo que un poco de agua o leche, Max hacía una masa espesa que vaciaba en su sartén de peltre color amarillo (que todavía tenemos y usamos en mi casa) que lleno de aceite tenía ya un rato sobre la flama.
Se empezaba a escuchar ese siseo inconfundible de los alimentos que se fríen y, de inmediato, la cocina y el desayunador se llenaban de un olor fantástico a algo que uno se quería comer ya. La espera era insoportable. En un momento muy pequeño había tres generaciones produciendo enormes cantidades de saliva en la boca: Max, mi abuelo, que cocinaba para todos; mi papá y mi mamá; mis hermanos y yo, esperábamos antojados y hambrientos que los jremslaj (¿en plural?) estuvieran listos.
Para saber si un lado del jremsl ya estaba cocinado, mi zeide lo hacía girar a gran velocidad con una cuchara de peltre también amarilla (que seguimos usando a pesar de que ya tiene un agujero). Según la velocidad que lograba el jremsl, lo volteaba o no. La verdad debo decir que no he vuelto a ver a nadie cocinar el jremsl con esa destreza y esa perfección. Aunque podría creer que era su invento, estoy casi seguro de que no.
En fin. Los jremslaj salían, uno por uno, de la sartén amarilla, y de inmediato eran devorados. Uno no podía empezar a comer sin quemarse la lengua, pero no era grave pues el dolor casi desaparecía con los poderes curativos y sobrenaturales de la vareñie…
¿Y los Gansitos? se han de preguntar ustedes como si algo prometido les faltara; igual que la solitaria traicionada, a punto de ser descabezada de un martillazo. No se me han olvidado, para nada…
Lo primero que hacíamos mis hermanos y yo cuando subíamos al departamento de mi zeide era correr a la cocina para abrir el congelador que, como siempre, estaba lleno de Gansitos para nosotros. Cada quien agarraba uno y lo clavaba con el palito de madera que estaba incluido en la envoltura. Al empezar a comerlo como si fuera paleta helada ya habíamos llegado, de ‘adeveras’, a Puebla.
Para poder acabar debo anotar aquí que todo esto empezó cuando mi amigo Moisés me dijo que iba a trabajar con el verdadero Gansito Marinela, y en vivo. Al principio lo tomé como uno de los trabajos ocasionales que puede tener cualquier persona y no dije nada. Pero después le dí la importancia que merecía y tuve que ir de visita, con mi cámara fotográfica, al foro donde estaban filmando.
No fui el único que se quiso fotografiar. Al posar para la foto, la jefa del Gansito nos dijo que era la última vez que trabajaba con uno vivo y que en el futuro sólo se trabajaría con animaciones. Todos lo que estábamos allí quedamos asombrados, boquiabiertos y en silencio. La foto que me sacaron cargando al Gansito Marinela con una mano es un objeto notable que vive en mi colección de autógrafos.