Los sabores y olores son una auténtica máquina del tiempo. El aroma del ajo que lentamente se sofríe en mantequilla derretida, el sabor del agua de limón con chía o el sazón de una salsa verde con crema nos pueden llevar a tiempos pasados. Tal es el poder de nuestra memoria.
¿Qué platillo te recuerda a tu mamá? ¿Cuál de todas sus recetas te hace revivir los momentos a su lado? ¿Qué guisado sabe que te hace feliz y te lo prepara para verte sonreír?
A manera de agradecimiento a esas mujeres que directa, o indirectamente, nos hicieron lo que somos, algunos integrantes del equipo de Animal Gourmet y Animal Político les comparten las recetas con las que sazonaron nuestras vidas. Puedes compartirnos los tuyos con el hashtag #LaCocinaDeMamá
Mi mamá es estadounidense así que no crecí con los típicos platillos mexicanos. Siempre le pedía que me hiciera “grilled cheese sandwich”.
Hoy sé que es la cosa más sencilla de preparar pero en aquellas épocas no conseguía entender cómo lograba dorar tan uniformemente el pan sin quemarlo y derretir el relleno de queso tanto que incluso burbujeaba.
Trato de hacer un esfuerzo en imaginarla con delantal y meneando un mole y la verdad, no encuentro las imágenes en mi historia. ¿Desayuno, comida, merienda? No, la verdad no. Me pregunto entonces cómo es que sí logró mi madre que estuviésemos siempre pegados a la cocina, viendo palotear tortillas de harina, picando piña para un encacahuatado y aprendiendo a disfrutar desde muy niños la cocina. Hechizos de madre, les llamo yo. La capacidad mágica de crear en la vida de los hijos un mundo de fantasía tan, pero tan real, que la percepción pasa a ser realidad con el tiempo.
Mitos y realidades de la familia Ortiz Monasterio, le llamamos en casa. Pensar durante muchísimos años que los coches de mi papá siempre tuvieron doble tracción sólo para subir empinadas calles a toda velocidad; asegurar que vivimos en una combi en Londres cuando yo tenía un año de edad; estar convencida que dando un discurso a los 10 años en la sierra michoacana tenía posibilidades de ganar un Nobel de literatura. Haya sido como haya sido, la cocina de la casa de mi madre, y ella presente dirigiendo, fue mi mejor formación.
Hoy con los mismos ojos pero en otro tiempo veo a mis hijas no hacer mermeladas y cubrirlas con cera para conservarlas como hice yo por años cuando niña y venderlas emocionada, pero sí cupcakes, waffles y crepaletas. Las observo estudiando por horas ─literal─ las recetas de golosos pasteles en canales de Youtube como pasatiempo favorito y me acuerdo de mi leyendo los libros de recetas que en mi casa se guardaron siempre debajo del tocadiscos (sí, denota la edad).
Adoro la emoción que sienten al comprar chochitos, diamantina comestible, polvo de oro o brillantes que se comen ─como les llama la más pequeña─ y necesariamente hago el ejercicio comparativo y recuerdo la compra de nueces en el mercado de Coyoacán para el mousse de limón. Los genes son los genes, también una frase de familia, y aunque no tengo en la mente un estofado maravilloso o un picadillo de sueño hecho por mi madre, sin duda sé que mi historia de cocina, ella la creó para mí como yo creo la de mis hijas, y se lo aprecio enormemente.
Cuando mis tres hermanos y yo estábamos en la primaria mamá trabajaba por las tardes, así que después de clases, papá nos daba de comer lo que ella había dejado listo antes de irse al hospital -es médico- y sin quitarle mérito al enorme esfuerzo que él hacía de ir por nosotros, cuidar que nos comiéramos la sopa de verduras o que no jugáramos en la mesa; siempre coincidimos en que el mejor día de la semana era el lunes cuando mamá tenía descanso y nos sentábamos a comer con ella.
No recuerdo exactamente cómo fue que se hizo tradición, pero sabíamos que cada lunes que ella estuviera libre de trabajo llegaríamos de la escuela para comer tacos dorados de pollo con crema, queso, lechuga y salsa verde. Esa comida era un regalo semanal para nosotros, incluso ese día mamá nos dejaba “saltarnos” la sopa e íbamos directo al ataque de los tacos.
Recuerdo que la salsa verde tenía un olor y sabor intenso a tomate más que a chile porque todavía no estábamos tan acostumbrados al picante, ella bromeaba con que la comida serían “flautas” y simulaba que soplaba sobre una orilla del taco mientras movía los dedos cómo si no estuviera tocando una melodía.
Confieso que esa tradición me hizo adicta a los tacos dorados de pollo, con cada mordida me acuerdo de cómo cada lunes tocábamos “la flauta” y me vuelvo a sentir de seis años acompañada de mamá y mis tres hermanos.
Mi madre es varios platillos. Desde el famoso pollo en salsa de chile guajillo, hasta la clásica pasta Alfredo que sirve todas las Navidades sin falta. Sin embargo, siempre la voy a recordar con tres cosas específicas: elotes, esquites con patas de pollo y dulces, muchos dulces.
Empiezo por los dulces. Cuando se desató la crisis en 1994 y mi papá perdió el empleo, mamá tuvo que ponerse las pilas y comenzar a trabajar. Decidió poner un pequeño puesto de dulces en la cochera de la casa. Así, lo que primero era una canasta llena de paletas con los años se convirtió en un mundo perfecto de caramelo, la envidia de todos mis amigos en la infancia. Ya no sólo eran paletas, también chocolates, dulces mexicanos, gomitas a granel, mazapanes… Cada que mamá compraba un producto nuevo nos invitaba a probarlo para “darle el visto bueno”. Y sí, todavía vivimos entre dulces, chocolates y paletas.
La tiendita no sólo quedó en dulces. Mamá comenzó a experimentar con comida. Hamburguesas, papas, antojitos traídos del norte (Sonora y San Luis Potosí, específicamente), pero la perfección la alcanzó con los elotes y los esquites. Principalmente con los elotes cacahuazintle, un tipo de maíz con el grano más grande y ligeramente más dulce que sólo se da en verano.
Mamá siempre me preparaba un cacahuazintle con sal, mayonesa, queso rayado, chile piquín (del que no pica, ja), con unas gotas de limón y otras más de salsa Valentina. El cielo.
Mi mamá nunca se caracterizó por tener la mejor sazón. Eso sí, siempre ha sido una mujer de muchos recursos e imaginación, cualidades que supo llevar a la cocina. Sus guisados extraños nunca cocinados en otro lado ─“lourdianos” les dice─, su arroz y puré de papas hechos en el horno de microondas, su potaje de lentejas con tantos ingredientes pero siempre reconfortante (lentejas, papas, zanahorias, espinacas, huevo, plátano macho, manzana y chuleta ahumada) o sus albóndigas con queso y arroz, que al cocerse salía de las bolas de carne como larvas.
Quizá no era la mejor cocinera pero su comida era única. Siempre distinta ─salvo las sincronizadas que aún no entiendo cómo nunca se le quemaban─.
No importaba que hubiera poca comida, siempre llenaba el estómago de mis dos hermanos, el suyo y el mío. No importaba cuánto tiempo faltara para llegar al trabajo, siempre nos preparaba la comida. No importaba que nunca le quedaran los frijoles, no dejó de cocinarlos.
Eso fue lo que me dejó: ¿No te salió bien a la primera? ¡Hazlo de nuevo! ¿Tienes poco? ¡Haz lo mejor con lo que tengas, siempre! ¿No tienes tiempo? ¡Hazlo! Y siempre, sobre todo, ¡hazlo divertido!
Ahora los frijoles le quedan perfectos.
Creo que es de los recuerdos más recurrentes que guardo de mi adolescencia: levantarme tarde un domingo de verano -háganse ustedes cuenta: el sol de agosto en lo alto del cielo azul profundo, el sonido de las gaviotas revoloteando en la ventana con la llegada de los barcos a puerto, la brisa del mar Mediterráneo meciendo las cortinas…- con una cruda de campeonato después de una noche de parranda, y mi madre recibiéndome con una sonrisa y un plato humeante de paella de marisco en la mesa.
Y aunque ella suele decir, quizá con cierta razón, que su sabor en la cocina nunca tendrá el toque virtuoso de su madre -menudos arroces con conejo, caracoles y tomillo que cocinaba la abuela Teresa en una fogata con ramas de pino que ella recolectaba- , lo cierto es que su paella de gambas, rodajas generosas de emperador, mejillones y almejas -todo ello comprado temprano en la plaza de abastos recién surtida-, nunca encontró ni en los restaurantes finos, ni en las tabernas de los alrededores del Puerto de Mazarrón, un serio competidor. ¡Qué delicia! ¡Y cómo extraño ese sabor!