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Enrique, antes de Olvera

Por Animal Gourmet

El primer recuerdo que tengo de Enrique Olvera es el de un anfitrión relajado, amable y generoso, que me invita a cenar a su restaurante para platicar. Está buscando un editor pues quiere hacer un libro, su primer libro, que algunos años después se titulará UNO.

Llego antes que él a la cita y el personal me señala una mesa a un costado de la cava, en uno de los extremos del restaurante. Enrique aparece minutos después, pero no sale de la cocina, entra por la puerta principal. Quizá por eso no está uniformado: en vez de filipina trae una chamarra militar, camiseta, jeans y tenis, y eso me sugiere un personaje sencillo y accesible; minutos después aquella impresión se mantiene, pero se enriquece con algo de rebeldía y creatividad. Juego de visitante; él dispone y el menú es muy amplio, con maridaje en cada plato —de esa cena, recuerdo haber disfrutado sobre todo de la conversación—. Lo más seductor es él mismo, y permanezco atento a su plática, tímido incluso, escuchando al que puede convertirse en mi cliente y con quien, por lo que alcanzo a percibir, es posible hacer una publicación atípica alrededor de un individuo que a la media hora de conocer me parece francamente poco común.

Apenas y sé quién es. Todavía ni su nombre ni su cara inundan las publicaciones periódicas del país, aunque yo ya conocía su restaurante. Un año antes mi novia en ese entonces me invitó a ir en mi cumpleaños. Sus tíos la habían llevado un par de veces, e insistía en que yo tenía que conocer Pujol.

—Qué rico —le dije entonces—, comida catalana.

—No —respondió.

—¿Española?

—Tampoco. Cocina mexicana de autor.

No le pregunté por el nombre del autor. No había llegado el momento, por lo menos no para mí, en que esa respuesta se volvería requisito para evaluar y elegir un lugar para comer.

Esa noche pedí un capucchino de flor de calabaza y unas costillas de cordero con cacao, todo delicioso. Al salir me llamó la atención que aun con el nivel de la comida y del servicio, el lugar estuvo casi vacío. Nunca vi al chef, pero insisto, todavía no parecía importar tanto.

“Hay algo de pretensión y arrogancia, pero también una determinación envidiable”

Pocos meses después de mi primer encuentro con Enrique, estamos él y yo fumándonos un cigarro en la esquina de Petrarca y Horacio —donde ahora hay un eno abarrotado y antes había una cafetería en persistente decadencia—, a metros de Pujol. Él observa las colas que se forman para entrar a un restaurante que está apenas al cruzar la calle, y que pertenece a una cadena exitosísima. Le cuesta creer que él tenga un restaurante si no vacío tampoco lleno, y que ése de enfrente escupa gente.

Desde la elección de los ingredientes, hasta el tamaño de las porciones, Olvera ha pensado en todo.

Desde la elección de los ingredientes, hasta el tamaño de las porciones, Olvera ha pensado en todo. // Foto: Fiamma Piacentini

Ya pasó la crisis de los primeros dos años de Pujol, cuando casi cerró por falta de clientela. Ahora la situación es estable, pero podría y debería mejorar: se mantiene bien, pero todavía hay días de pocas mesas. Por lo visto le inquieta que la calidad de su cocina no sea apreciada cabalmente; que el minucioso trabajo en cada plato, desde los ingredientes, la ejecución, el resultado, en fin, su propuesta, no genere tanto público. Me atrevo a comentarle que el restaurante al que se refiere y que está siempre lleno me parece bueno. Amable y didáctico me corrige de inmediato, explicando que la fórmula de esos sitios es casi infalible: acidez, grasa y picante. No mucho más. Algo a lo que uno, según entiendo, responde favorablemente de manera automática. Como las recetas de la comida rápida, pienso, lo he leído en alguna parte, que la mezcla de sal, grasa y azúcar estimula algún lugar del cerebro que nos induce a consumir con voracidad más de lo necesario.

Un par de horas después, hablando ya de otros temas —todo es pertinente en esos momentos, pues estamos en un proceso de entrevistas abiertas con el fin de ir generando contenido para el libro—, me dice que entre sus metas está ubicarse entre los 10 mejores restaurantes del mundo. Desconozco ese particular ranking que hoy define quiénes marcan las tendencias de la gastronomía contemporánea, pero lo supongo fidedigno e incuestionable. El comentario de Enrique, sin embargo, me genera un sentimiento ambiguo. Hay algo de pretención y arrogancia, pero también una determinación envidiable.

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Los rasgos de Olvera son innumerables, así como sus aportaciones al protagonismo actual de la cocina mexicana en el mundo. // Foto: Moxi Restaurant (Facebook).

Llevamos trabajando juntos varios meses y ha surgido una relación cordial. Comienzo a conocer a una persona que por un lado exhibe una sólida estructura: disciplinado, riguroso, atento a todo, obsesivo con la calidad y los detalles; meticuloso, perfeccionista al máximo. Por otro lado, también a un completo hedonista, alguien con una capacidad extraordinaria para disfrutar, tremendamente divertido y con gran sentido del humor. Lo confirma cuando en algún momento se define a partir de dos opuestos que en él convergen: caos inevitable e intención de perfección.

Empezamos a reunirnos con mayor frecuencia para avanzar en la publicación. Enrique insiste en que conozca su trabajo a detalle, que profundice, que pruebe todo, que sepa de dónde vienen los ingredientes, cómo se prepara qué y por qué. Me explica, por ejemplo, que las porciones están pensadas para no hastiar al comensal y que las combinaciones de ingredientes en el menú de degustación procuran una digestión confortable. Habla de las razones del protocolo en sala. De las flores sin aroma para no interferir con el de los alimentos, de los zapatos del personal con suela de goma para no generar ningún ruido que pueda molestar. Del agua gasificada, burbuja pequeña que no insensibilice el paladar y disminuya la percepción de los sabores. Más horas de entrevistas, siempre en Pujol, entre comida y bebida.

Si en ese momento tuviera que definirlo en un rasgo, sería su absoluta intolerancia a la mediocridad, al más o menos. No escatima un centavo —ni regatea— en invertir en donde sea necesario: ingredientes por supuesto, pero también en infraestructura, mobiliario, vajilla, música, capacitación para el personal, viajes a los mejores restaurantes del mundo, libros de cocina de cualquier parte; interés por el diseño, por el arte… si hubiera que sumar otro rasgo, sería una curiosidad insaciable.

Pasan más meses y estamos ahora en el periodo en el que la cocina de Pujol se centró en la reinterpretación del recetario tradicional. Desde entonces, no he comido mejores versiones de platos como el mole de olla o el huachinango a la veracruzana, ni olvidado la lengua en salsa de aceituna verde, el cebiche estilo Acapulco, o la panza de cerdo con frijol, chile amashito y orégano yucateco.

“Enrique no buscaba un negocio en el restaurante, sino un proyecto, un lenguaje…”

Cuando Pujol cumplió 10 años, ya era todo un éxito como restaurante, y se celebró con un evento inusitado e inolvidable: una cena preparada por René Redzepi, Alex Atala, Alex Stupak y Enrique Olvera.

Ya había consenso en la prensa nacional sobre Pujol, y las observaciones de algunos medios extranjeros, en particular norteamericanos, describían con agudeza y precisión los atributos de su propuesta. Pocos días después del aniversario, Olvera me compartió que el menú cambiaría radicalmente, y así sucedió. Lo entendía en cierta forma, pero me parecía temerario. Efectivamente, Enrique no buscaba un negocio en el restaurante, sino un proyecto, un lenguaje, e incluso un anhelo de transformación no sólo de su circunstancia individual o familiar, sino en relación con su país.

No es el único, claro, ni tampoco el primero ni el último, pero pocos chefs a la fecha en México han logrado articular el éxito profesional y el liderazgo en el gremio, junto con la clara visión de cómo la gastronomía puede contribuir socialmente. Y dedicar a ello además buena parte de su propio tiempo. Ideas como el Colectivo Mexicano de Cocina, o Mesamérica —hoy uno de los encuentros gastronómicos más importantes del continente— que se deriva de la fusión, sugerida por él, de congresos preexistentes con los mismos propósitos, pero que competían por expositores y patrocinios diluyendo contenidos y debilitándose uno a otro. La recomendación de que se unieran no tenía otro objetivo que lograr traer lo mejor del mundo al público nacional y colocar al país en el mapa culinario mundial. Olvera ha sido pieza clave para el gran momento que vive la cocina en México, y su éxito no se debe a estrategias sofisticadas, estrecha vinculación con el Estado o enormes patrocinios privados. Se resume, más bien, en visión, determinación y trabajo. No es fortuito lo que ha conseguido, sino resultado de la consistencia. Enhorabuena.

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Jorge Lestrade Sadurní (México DF, 1972) es editor, periodista y consultor en comunicación.