Antes de leer esta colaboración te recomendamos pasar a la primera parte de “El jamón ibérico: esa momia tan cristiana”.
Pero la verdad del jamón a la española tiene mucho que ver con la aspereza de la verdad Ibérica. Por las sierras de Aracena se recuerda que allí estuvo el humanista de Trento, Arias Montano, y descubrió secretamente que el jamón tiene alma, en tiempos en que se dudaba de que la tuvieran las mujeres. Tanto consumo de jamón debió perpetrar el correoso humanista que hasta Lope de Vega le sacó del buche las glotonas vergüenzas:
Jamón presunto del español marrano
de la sierra damosa de Aracena
donde huyó de la vida Arias Montano.
El jamón de España sabe a momia y no resume otros aromas que los de la alimentación general básica, prodigioso milagro, pues, que sólo con la momia y el alma de los que comió en vida, se consigan jamones como los de Huelva, Guijuelo, Trevélez, Montanchez o incluso algún jamón de la Cerdanya que haya conseguido superar las urgencias del consumo y la condición de carne impaciente y casi cruda. Marcial cantó los jamones de las comarcas catalanas al norte del Pirineo atribuidos por él a Ceret, que tenían su centro en la Cerdanya.
Del país de los ceretanos
o monoplanos traedme
un jamón y los golosos
que se ahíten de filetes
El buen catador de jamones españoles sabe que no sólo debe tener el paladar abierto a diferencias de aroma y sabor, sino de textura y en toda propuesta gastronómica, la textura es el territorio del sabor. No puede permanecer en el registro mental del Jabugo cuando acepta un Trevélez o una buena pata de la serranía de Ronda o un sincero jamón murciano, gallego o turolense. Es más, lo que fue mágico descubrimiento más o menos socializado, del jamón de cerdo ibérico, se ha convertido en dictadura de un jamón, de un sabor, de una textura, que está imposibilitando el goce de paladear otras propuestas jamoneras. Cada jamón es un balance de la historia alimentaria del cerdo que lo parió.
Esta afirmación no es una hipérbole, sino la impresión que tenemos de que el jamón se ha independizado del cerdo o de las industrias cárnicas para alcanzar su propia metafísica. De la misma manera que el bacalao no es ni carne, ni pescado, ni mineral, ni vegetal, sino todo eso es a la vez y sus contrarios, el jamón tiene su propia categoría metafísica. Es preferible el jamón en su mismidad, aunque los cocineros han tratado de modificarlo las más veces inútilmente con la ayuda del fuego. Notables algunas tapas jamoneras como las obtenidas en Granada con los jamones inmediatos y la ayuda del ajo y de las habas, aunque no conozco ningún guiso de jamón que supere al jamón en sí mismo.
Hay que ser condescendiente con el jamón frito o con algunas recetas voluntariosas: jamón en costrón —jamón picado, con hierbas aromáticas, miga de pan, grasa fundida del propio jamón, capas y capas, horneado hasta formar un pan ajamonado— o el jamón tapado —guisado en tartera, lonchas gruesas, manteca de cerdo, caldeado y ajerezado, para romper sobre el cocimiento tanto huevos como comensales y esperar que cuajen— o la fantasía de jamón —consistente en empanarlo con ayuda de huevo, leche y pan rallado.
Perseguido durante décadas por dietistas insuficientes e inquisidores, el jamón ha sido rehabilitado como la sardina y aunque aporte más colesterol del debido, no complica las calorías si se come con prudencia y engorda el alma más que el colesterol o el ácido úrico en tiempo en que tan anoréxica está el alma que sería extrema crueldad prohibirle el jamón: esa momia tan cristiana.
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Con información de: Del plato a la boca. Disertaciones sobre la comida. México: Editorial Otras Inquisiciones y Editorial Lectorum, 2012.