Son las 5:00 de la mañana y todo el mundo ya está borracho.
Y a esa hora, el coliseo Wells Fargo de la ciudad estadounidense de Filadelfia abre sus puertas, pero la gente ha cercado el escenario desde la noche anterior. La razón: el Wing Bowl, el concurso de devoradores de alitas de pollo más famoso de Estados Unidos.
De hecho, me enteraré luego, es mucho más que un concurso de “quién come más”.
“Es el ‘Mardi Gras’ de Filadelfia”, define Nick, mi anfitrión durante esta celebración de comida y excesos.
La madrugada causa estragos en los que han intentado pasar la noche frente a las puertas del Wells Fargo. Dos jóvenes se toman un par de tabletas de Adderall “para mantenerse despiertos”.
Ya adentro, el estadio brilla. Las luces iluminan los pasillos y la cancha casi como si fuera de día. Pero antes de cualquier cosa, de buscar un lugar en las tribunas, nos acercamos a las tiendas de comida porque no podemos más del hambre.
Pero no será tan fácil: la mayoría de las tiendas han sido entregadas a marcas exclusivas como el Lexus Club o el Cadillac Grille y solo son accesibles con pases especiales.
Debemos conformarnos con entrar al Cure Insurance Club, abierto al público en general, como nosotros.
Allí mi amigo Nick compra un par de pizzas enormes que apenas podemos sostener en las manos. El trozo que me toca, cubierto de cualquier cantidad de ingredientes, sabe a cualquier cosa, menos a pizza.
Pero no importa. Ya con el estómago lleno nos preparamos a ver el concurso.
Los participantes desfilan por el escenario, uno por uno, con sus respectivos seudónimos: Oink-Oink, Alatón, El Oso.
Mientras lo hacen, sus rostros aparecen en una gran pantalla en el centro de la cancha.
El espectáculo es milimétrico: cada participante está cuidadosamente vestido para la ocasión, cada presentación está diseñada con rigor y cada flanco del lugar esta religiosamente custodiado por un grupo de bellas modelos.
Pronto me doy cuenta que las modelos -algunas de ellas nudistas profesionales- no son las únicas mujeres en el estadio que van a dejar todo para divertir al público.
En el Wing Bowl, voy aprendiendo, devorar alitas de pollo no es la principal atracción.
La cosa es así: mientras los competidores se sumergen en los platos llenos de alas de pollo, con un algunos intervalos comerciales de descanso cada 30 minutos, los ojos del público –y los nuestros- están en las pantallas gigantescas donde muestran los pechos de algunas mujeres.
Y cuantas más alitas comen, más agresivo se pone el asunto.
Las mujeres gritan y apoyan a su favorito, buscando que la cámara pose su atención en ellas. Apenas aparecen en la pantalla, ellas se levantan la camisa y podemos apreciar sus sostenes.
Mucho de ellos están delicadamente diseñados para ese preciso instante. Otras, en cambio, no llevan nada.
Pero el público es insaciable y pide más.
Pasado un rato, las modelos que han sido llevadas para amenizar el evento no son ya el objetivo de la cámara. Mujeres en camisetas normales, adornadas con gorros, hacen el mejor esfuerzo para quedarse con un pantallazo.
En algunas ocasiones la cámara atrapa a la mujer menos indicada, que no desea más que mostrar una risa incómoda, como rogando que la saquen de la vista de todos lo más pronto posible.
Pero el público la abuchea, reprendiendo la actitud poco festiva de la mujer. La cámara no ceja en su empeño.
Los silbidos aumentan. Finalmente ella cede, sabe que de otro modo esa cámara no se moverá de allí en toda la noche. La transmisión de sus senos al aire dura menos de un segundo.
La cámara continúa hacia su siguiente víctima.
Después de todo el espectáculo, digno de un spring break (las vaciones estudiantiles de primavera), la atención del público en las alitas se recupera en la ronda final.
El asunto se ha puesto feroz. Uno de los concursantes, llamado Tigre, está a punto de vomitar.
La imagen no es la mejor: su rostro está embadurnado con grasa de pollo y salsa BBQ que se desliza por los recovecos de su barba.
Algo le produce arcadas, pero logra controlar los impulsos corporales y por unos momentos nada sale de su boca.
La cámara, que antes estaba buscando pechos desnudos, ahora está sobre él: un hombre a punto de trasbocar.
Y la gente empieza a gritar “¡si vomitas, te retiras!, ¡si vomitas, te retiras!”
La gran pantalla reproduce las arcadas de Tigre en cámara lenta, junto a otras más que ocurrieron en años anteriores en la misma velocidad.
La favorita del público es por lejos la de un fluido rosado que salió de la boca de un concursante en 2011 que ahora se exhibe con increíble lentitud.
Tigre trata de no mirar la desagradable imagen. Pero es demasiado tarde.
El público cae en éxtasis.
Mientras avanza la competencia, alguien comienza a destacarse.
Molly Schuyler, una mujer con múltiples piercings en las orejas y un pañuelo rojo y negro, rompe el récord mundial al finalizar su alita número 348 del día.
Después ella misma establecería la nueva cifra récord a superar en 363 alitas,
Schuyler vino preparada para ganar: fue la única mujer que no trajo disfraz y el único participante que no se puso un seudónimo.
Aunque fue una competencia bestial, donde muchos de los participantes continuaban hambrientos después de haberse engullido columnas enteras de platos, Schuyler logró hacerlo con una técnica inusual, pero efectiva: sus dedos arrancaban la carne y la llevaban a su boca con una velocidad de misil.
Su vecino, Frank, nos cuenta cómo lo logró.
“Ya lo viste, esa mujer comió 72 onzas de carne en dos minutos y 44 segundos, ¿puedes creer eso?”.
Ahora ya no importa la enorme pantalla, las modelos, los pechos de las mujeres solicitando atención: Schuyler es el único rostro que todos quieren mirar.
“¡Una ama de casa de Nebraska!”, grita el animador.
Y entonces sabemos lo que se ha ganado: US$22.000, una medalla y un anillo de campeona.
Los aplausos y la excitación se apagan. Nos obligan a salir del Wells Fargo.
“Es libertinaje puro. El infierno en la tierra”, grita Nick cómo si acabara de ver a Dios.
Una multitud nos pasa al lado, apurada, como si llevara afán de llegar a alguna parte.
“¿Qué pasa, tienen que llegar al trabajo?”, pregunto.
Nick me sonríe: “No. Es que en los clubes de nudistas hay desayuno gratis por ser el Wing Bowl. Y todo el mundo sabe eso”.
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