Fue hace como diez años que probé mi primer estofado oaxaqueño en Ocotlán de Morelos, en un cumpleaños familiar. Me dijeron que era uno de los siete moles del estado y platillo común de los Valles Centrales. Quedé maravillada con el sabor, la textura y el gusto a especias que combinaba perfecto con las rajas en vinagre y las aceitunas que flotaban en el plato. Sin duda un platillo completo, balanceado, con notas dulces pero sin perder equilibrio y acompañado de un vaporoso arroz blanco, que en mis manos pierde rápidamente su tono celestial, porque frente a estos banquetes me encanta revolverlo con el mole que lo custodia.
[contextly_sidebar id=”12ff4885dec4d4bc7744f6ccc577c60e”]Tiempo después volví a comer estofado en el Milenario, un restaurante ubicado enfrente al árbol del Tule y cuya cocina tradicional es delicada, impecable y rigurosa. Doña Oliva tuesta cada cacao y cada chile que utilizará en sus moles, por ello no es una sorpresa llegar al restaurante y encontrarla tras su mandil moviendo con una escobeta de palma los diferentes elementos que saltan en su comal.
Después de probar los famosos siete moles del estado: negro, coloradito, verde, amarillo, chichilo, rojo y estofado, llegué a la conclusión de que este último, también llamado almendrado, es mi favorito, como mi favorito en Puebla es el pipián verde que me hacía Lola los domingos.
La cuestión es que como siempre comía el estofado fuera de casa y me parecía espectacular, nunca reparé en conseguir la receta y prepararlo yo misma, hasta ayer que doña Alfo, encargada de intendencia del lugar donde laboro, se sentó a platicar conmigo y por angas o mangas salió el tema del estofado.
Le pregunté entonces si sabía hacerlo y con viento a favor, su respuesta fue afirmativa. Sin titubear tomé hoja y pluma y le pedí me dictara la receta con todo y mañas, porque a mi así me gusta. Más que precisión en cantidades me inquietan, y me apasionan, las mañas y trucos de la cocina. Para que detenerse en los tantos de pimienta, perejil o sal, como quiera esos la experiencia de los fuegos ya debió tatuarlos en mi memoria.
Total que Alfo, feliz, me compartió su receta mientras descansaba, con todo y su franela recién exprimida en mano, del calor sofocante que ya se siente por estos rumbos al medio día. Y terminó su discurso con una sentencia que me encantó: –Mira, si ves que no está bien especito, le mueles unas galletitas de esas de animalitos. Vieras que bien le quedan. Así yo ví que le hacen muchas señoras de mi pueblo.
Salí de mi oficina, receta en mano y me dirigí rápida y presurosa al mercado Sánchez Pascuas, el de mi barrio, para comprar los insumos que me hacían falta. Compré seis piezas de pollo y como siempre me regalaron un higadito que pongo a hervir y me como religiosamente para mantener los niveles de hierro en su lugar. Luego pasé con el señor de las semillas y cereales para comprar ajonjolí, pasitas y aceitunas.
Frente al mercado, la señora de la Fonda Víveres acaba de abrir una verdulería y la verdad que me parecen estupendos el trato, la verdura y los precios, que son mucho más baratos que dentro del mercado. Hablando de mañas yo también tengo las mías: dentro del mercado solamente le compró al señor de los granos y semillas y a la Güera quien diario me hace un jugo con las combinaciones que le pido de acuerdo a mis antojos, achaques y quereres.
En la parte de atrás en la zona sin techo, le compro a las “propias” que se instalan desde hace años en puestos improvisados y que suelen traer pocas cosas pero de sus propios campos o huertos. Ahí encuentro los más increíbles tomatitos, flor de frijol, ajos frescos, té de limón, zacate y hierbas varias. Eso sí, se consigue lo de temporada, así que uno no puede estar jugando a las complacencias pidiendo mangos en diciembre.
En la explanada de enfrente compro las flores. Tengo mis marchantas y compro flores variadas dependiendo de lo que llegue en la semana. A veces agapandos, perritos, juanitas, claveles, gardenias o gladiolas, aunque después mi casa huela a panteón.
En fin, llegué con la señora del Víveres a comprar el jitomate, tomate verde (aquí llamado miltomate), perejil y de pasada le pregunté cómo hacía el estofado. No hace mucho lo había comido en su fonda así que aproveché la ocasión. Me dio su receta, acompañada también de unos trucos, le pagué lo consumido, me regaló unos clavos de olor y me fui muy “gustosa” a preparar mi estofado.
Me enfundé en mi mandil floreado de Tlacolula y a darle María… querías estofado pues ahora lo haces porque lo haces.
La cocina siempre me salva, me aísla de la matraca que tengo por cabeza, esa que no deja de pensar; es más, la muy testaruda luego se arranca enlazando cada pensamiento sin sentido que me deja agotada. Es por ello que la cocina es un refugio para encontrar la paz concentrándome solamente en olores, sabores y puntos de cocción. Así mi cabeza se acomoda, se centra y logra una armonía que me conduce a un estado de ligereza que me encanta.
Alfo me dijo que freía todo, la señora de la fonda me dijo que ella lo hervía. Yo hice una combinación de técnicas donde también añadí el tostado en comal como mis orígenes poblanos dictan para el ajonjolí, la almendra y demás especias.
Dejé todos los ingredientes a mano, coloqué una olla con agua a hervir y saqué mi comal para tostar el ajonjolí. Puse los jitomates, tomates, perejil y orégano fresco a revolotear en el agua ardiente. Por otro lado, dí una ligera tostada a las almendras, canela, ajos, clavo y pimienta gorda. Aunque el calor se siente no dejo de inclinar la cabeza para percibir los perfumes que cada sustancia desprende y agito un poco la mano como soplando para oler la combinación de todo, este pase de manos es un regalo. Calentitos, molí clavos, ajos y pimienta en el mortero de piedra caliza que adquirí en el mercado de Carrillo Puerto.
Una vez listo todo saqué mi licuadora, a la cual respeto sobremanera porque me lleva unos diez años de edad, así que, aunque la necia luego no quiere mover sus aspas a mi ritmo, la dejo que arranque al suyo. Ahora con la edad tiene un encanto, su potencia desfasada hace que las salsas y moles queden molidos como en metate y eso, créanme, en estos tiempos es un lujo.
Molí todos los ingredientes y vacié la mezcla en la olla. La consistencia fue perfecta, así que no hubo necesidad de recurrir a las galletas de animalitos que de por sí eran faltantes en mi despensa.
Rectifiqué el sabor y me pareció haberlo logrado. Lo dejé un buen rato sobre el fuego porque esas son las enseñanzas de Lola recibidas a través de mi madre y para mí son como las mismísimas santas escrituras. Una vez sazonado le agregué las alcaparras, aceitunas y rajas en vinagre. Mi primer estofado estaba listo.
Hoy por la mañana hice arroz blanco y armé el portaviandas para llevarle a doña Alfo la prueba de la receta. Hace apenas unos minutos me dio el veredicto: “¡Quedó delicioso! -me dijo- El lunes te doy la receta del pollo a la piña…” Auguro un futuro de sabores nuevos mezclados con antropología, no cabe duda que el trabajo de campo está en todos lados.
Ahora falta que mi invitado de honor, que viene volando, llegue a casa, se siente a la mesa y descubra que poco a poco me oaxaqueñizo más. Los aromas a especias inundan ya el hogar, me despido y me voy corriendo a comprar las tortillas, por supuesto, recién salidas del comal con cal.