Gudelia Mendoza Islas es mi abuela materna. Mejor dicho, fue mi abuela, porque murió el 12 de febrero a una edad que no logro comprender -porque para mí siempre se vio igual- y en un estado de salud que la mente aún no termina de explicarse. Sigo luchando contra la costumbre del presente, porque el pasado del verbo ser nunca ha sido mi favorito. ¿Negación o atropellada aceptación? Decisiones para vivir progresivamente un luto.
En los días posteriores a su muerte -los primeros tres para ser exacto- un cúmulo de emociones brotaron desde la profundidad del alma; al escuchar a mi madre con tanto dolor no me quedó más remedio que recordarle que mi abuela sigue viva en nosotros y en sus actos. Como si de algo sirviera ese consuelo, pero al final, ver a mi madre en ese estado tampoco es sencillo. La vida, sin dudas, tiene que seguir.
Lo que leerás a continuación, querido lector, es una serie de hechos aislados, posiblemente sin lógica aparente para ti, atados con finos hilos de emocionalidad que hoy se reducen a recuerdos nostálgicos de alguien que ya no está.
Comprenderás que hay textos que sirven para academizar y otros que son salidos de lo más profundo del alma: ¿catarsis o simple necesidad de expresión? Es tu decisión, mi sabio lector, si me acompañas a la profundidad del recuerdo unido a sabores y aromas, o prefieres que nos leamos en otro texto más reducido de matices emocionales.
Si decidiste acompañarme, bienvenido a la profundidad de alguien que al decirse investigador gastronómico se reconoce a sí mismo como un elemento fugaz de la naturaleza, efímero hasta la médula, finito por definición, humano por condición y convicción, mortal porque entiende su primaria naturaleza.
Un día antes de la operación que desataría casi 20 días de agonía, hablé por última vez con mi abuela. Confieso que por razones que pienso reservarme nos separamos durante casi 15 años. En esos tres lustros no cruzamos palabra, ni gesto, ni visita. Y un día antes de que quedara incomunicada para siempre, mi madre le acompañaba y le dijo que yo viajaría de Mérida al DF con camino a mi nuevo hogar en Monterrey.
Mi abuela Delia tomó el teléfono, me colmó de bendiciones y le confirmé el dicho de mi madre que le aseguró que llevaría varios kilos de recado rojo yucateco para que preparásemos, una vez que recuperara la salud, una cochinita pibil, la suya era de antología a pesar de que su especialidad era la cocina oaxaqueña. Ella se emocionó porque nunca negó la pasión, vocación y destino de mantenerse en una cocina casi todos los días de su vida, como heredera también de una madre cocinera de quien he hablado en otras ocasiones y que evidentemente ya comparten espacio en otro plano universal.
Colgamos el teléfono con más bendiciones, y casi tres semanas después mi madre me despertó con la noticia que esa promesa de cocinar juntos en realidad quedaría en eso, en promesa eterna. La cochinita pibil esperará por siempre para realizarse en esta vida.
[contextly_sidebar id=”1741ce3adae037eecb41aa81626b5d36″]Mi abuelo Roberto Mendoza Zavaleta, padre de mi madre y ahora viudo de Delia, es oriundo de un pequeño poblado en la mixteca oaxaqueña de nombre San Sebastián Tecomaxtlahuaca. Teco –para los amigos y para evitar la confusión lingüística- durante toda mi infancia fue referente gustativo, histórico y emotivo, porque las historias de mi abuelo sobre las infinitas virtudes del pequeño poblado de no más de mil personas siempre fueron fortalecidas con la preparación de mi abuela de tres elementos básicos que se convertirían en mi máximo recuerdo gustativo que me determinan mental y emocionalmente, en resumen, mi triada alimentaria: totopo, tasajo y chorizo.
El totopo en la mixteca es muy distinto al que se sirve en Valles Centrales de Oaxaca. Es una tortilla crujiente de aproximadamente 45 centímetros de diámetro de sabor a maíz fresco, de recuerdos de historia y verdad. El tasajo es una carne de res delgadamente rebanada, ligeramente salada y secada al sol que mi abuela preparaba con un poco de manteca hasta dorarla por completo para que tomara forma de un chicharrón de carne que crujía al unísono de la tortilla.
Pero el chorizo era el manjar exclusivo para invitados especiales o para la visita de su primer nieto varón –sí, el que escribe- que los devoraba refritos con frijoles o revueltos con huevo. Delgadísimo, de sabor ahumado y de picor que misteriosamente se acentuaba entre más tiempo de secado tuviera, el chorizo era nuestro manjar.
Mi abuela en la sartén, mi abuelo en el sillón, y yo con una mano llena de frijoles y en la otra un “totopito” -a decir de mi abuela- que marcaba nuestra relación gastronómica más profunda y sincera. El amor expresado con comida es incomparable, sus recuerdos se fijan por siempre al alma y memoria gustativa. Mis abuelos maternos siempre olerán y sabrán a totopo, tasajo y chorizo.
Cuando mi abuelo regresaba de largos viajes a su pueblo, volvía con una caja de cartón llena de totopos frescos que regalaba entre mis tías y mi madre, o servían de invitación a su casa para ser abierta y disfrutada como un regalo del recién llegado.
Desde que tuve uso de memoria y hasta el último día que pisé su casa –hace casi 15 años- la caja llena de totopos era guardada debajo de un ventanal tras una cortina que evitaba ser reconocida. Sin dificultad para encontrarla, y tras años de costumbre, siempre tuve acceso ilimitado a esa caja y de acuerdo a mi infante percepción en silencio y discretamente, partía totopos para comerlos sin que nadie lo notara.
El crujiente y altísimo sonido del totopo era inevitable, y mi abuela desde la cocina siempre replicaba con un “ya llegó el ratón”, al advertir que su caja del tesoro llena de totopos era asaltada impunemente. Confieso que ya con muchos años en mi espalda y al darme cuenta de esta dinámica, comencé a provocarlo con la intención de recordar mi infancia con su grito; muchas veces solo partía un pedazo diminuto para provocar la respuesta automática de mi abuela, como tentando a nuestra memoria para recordar aquello que desde décadas antes habíamos establecido. Cada vez que gritaba desde la cocina que el ratón había llegado, era un viso a una ventana de cariño que hoy comprendo como una relación interminable entre abuela y nieto.
No todo era miel sobre hojuelas. Tantas hijas, nietas y demás familia crecida o alimentada en su casa le exigían mantener la disciplina de formas poco ortodoxas pero efectivas. Dentro de un cajón de la cocina, existía una pala delgada de madera cuyo único propósito vital era el de utilizarse como instrumento de reprimenda ante la travesura o indisciplina de alguno.
Confieso que nunca vi que fuera usada con tal motivo, pero la simple amenaza era suficiente. Confío que en su casa siga existiendo esa afamada palita, porque me parece que vio épocas gloriosas sobre cómo mantener el orden familiar. Si alguien dijo que la pluma es más efectiva que las armas, es porque no ha reconocido la omnipotencia de esa palita en manos de mi abuela. Sin dudas pudo haber evitado o provocado guerras. Los utensilios de cocina descontextualizados son parte del uso y costumbre de la creatividad mexicana.
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*Lalo Plascencia es investigador gastronómico y conferencista sobre gastronomía mexicana. Puedes escribirle a: [email protected] o bien, visitar su blog: www.nacionalismogastronomico.com