Una de las herencias más sólidas de la conquista de México ha sido la religiosidad y devoción cristianas. Nuestro golpe de pecho y las dramáticas procesiones de Semana Santa provienen de una España que fincó en su fe uno de sus pilares fundamentales de identidad.
La vida de los cristianos españoles fue particularmente difícil durante la Edad Media. Vivían a salto de mata luchando contra los musulmanes que eran amos y señores de las grandes ciudades y de extensas comarcas.
Los cristianos profesaban una religión en la que los placeres eran condenados como pecados. Eran mal vistos el deseo sexual y el apetito sibarita. La vida abnegada y de sacrificios era la garantía de acceder al Cielo, un espacio libre de peligros en el que se existía eternamente. Esta visión del mundo era particularmente contradictoria para los españoles. Pues frente a esa promesa de eternidad santa, eran testigos de la cultura árabe llena de sensualidad, en la que los jardines perfumados de flores y las danza de las bailarinas envueltas en siete velos eran la representación más fiel del paraíso que esperaba a los creyentes de Alá después de la vida.
[contextly_sidebar id=”b7618095fb73dc0ca9176cb5744b7c03″]Por si fuera poco, la comida de los andalusíes era deliciosa, perfumada y excitante. ¿Cómo mantenerse firme en una que ofrecía intangibles tan escasos de imaginación? ¿Cómo no dejarse seducir por el demonio moro?
La dieta árabe beneficiaba principalmente a los labradores y comerciantes musulmanes. Los cristianos buscaron actividades económicas que les permitieran superar la riqueza agrícola andalusí. Se creó así el gastrosistema cristiano: vino, cerdo y cordero. Este último de especial valor por sus derivados: la leche y la lana. Con la primera se elaboraban quesos maduros en toda Castilla, desde Zamora hasta La Mancha. La lana, por su parte, fue la producción de exportación más importante, así como el origen de la prosperidad castellana.
Entre las delicias de esta élite pastoril estaba el suculento cordero lechal. Con tan solo 30 días de nacido era asado en los hornos de ladrillo que servían para cocer el pan doméstico de las comunidades castellanas. Apenas aderezado con manteca de cerdo y pimienta para evitar que la carne se secara, la suculencia radica en la suavidad de la carne de una cría alimentada exclusivamente de leche materna.
El queso era pues el alimento perfecto para la trashumancia. Los pastores ordeñaban a sus ovejas, y en la finca calentaban la leche para añadirle un cuajo que separaba las partículas sólidas de la leche del suero. Esta masa de requesón se prensaba en canastas de fibras vegetales tejidas. Y para darle sabor y garantizar su conservación, se salaba en salmuera como la de las aceitunas por un par de días.
Los quesos se guardaban en las bodegas frías del caserío. Cada vez que los castellanos comenzaban el pastoreo se equipaban con un buen trozo de pan candeal, muy resistente a los efectos del paso del tiempo, un pellejo de vino y el trozo de queso producido en casa.
Con el vino sucedió algo muy interesante. Gran parte del cultivo de las vides y la producción de caldos tintos recayó en las órdenes monásticas, que jugaron un papel fundamental para el repoblamiento de amplias zonas de Castilla y Aragón en la llamada Reconquista.
La religiosa abstinencia de alcohol entre los musulmanes tuvo su contrapartida etílica entre los cristianos, quienes consideraban (y consideran hoy en día) al vino como sangre de Cristo. De tal manera que este elixir de uva fermentada se transformó en acompañante de la liturgia y la dieta cristiana. Y en vehiculo para la bienaventuranza de la embriaguez.
Finalmente el cerdo fue el gran protagonista de esta dieta. Se comía lechón, se elaboraban jamones y embutidos, se añadía a pucheros y con su grasa se cocinaba y se preparaban deliciosos postres. Estos se santificaban al ser preparados en fechas de celebración para el largo santoral cristiano.
Aún así el deleite de los tocinos de cielo, de los buñuelos de aire y los mazapanes y turrones se vivía con culpa. Después de un dulce atracón, muchos cristianos se atormentaban con silicios y se entregaban a la oración, implorando el perdón divino.
La triada española llegó a México de la mano de los conquistadores. Sin duda el cerdo fue el más feliz con el calorcito tropical de las playas del Golfo de México. El clima impidió que desarrolláramos una cultura de quesos maduros, pero la barbacoa resultó magnífica con los chiles secos de Mesoamérica. Y la embriaguez llegó para apoderarse del alma mexicana. Los dulces y postres alcanzaron niveles insospechados en nuestras tierras, en donde la caña de azúcar se plantó con mucha fortuna.
Y al igual que los cristianos españoles, nos remuerden los placeres sensoriales, pero nos volcamos a ellos confiando en el perdón de Dios aunque la lonja sea implacable.