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Trufas negras: guía práctica

Por Animal Gourmet

Negras, rugosas y amorfas, extrañas y codiciadas, las trufas se esconden bajo la tierra a la sombra de las encinas y los robles con quienes viven en feliz simbiosis. Aman los suelos pedregosos, el frío y el pedrisco, por eso en invierno alcanzan su apogeo. En su interior, suave y untuoso, guardan el sabor y el aroma de la tierra: una mezcla de humedad, gas, minerales y toques terrosos. A pesar de su elevado precio, una tostada de pan con aceite y láminas de trufa negra es un capricho al alcance de todos. Auténtico placer gastronómico.

Las trufas son el fruto de un hongo subterráneo (hipogeo) que vive en las raíces de los árboles de la familia de los quercus.  Aportan minerales a cambio de obtener el azúcar necesario que no son capaces de producir debido a la falta de clorofila. Esta relación de mutua conveniencia (simbiótica) recibe el nombre de “micorriza”.  Las trufas fructifican en climas continentales de influencia mediterránea con una adecuada distribución de precipitaciones y unas temperaturas medias entre 9 y 15º.

Escasas y desconocidas

[contextly_sidebar id=”66d692fd4e9bd925f9342ba2e0f9bde9″]La relación de las trufas con los árboles la describió el científico Joseph Talon en el XIX, pero desde antiguo se había escrito sobre ellas. Egipcios, griegos y romanos, las comían y les atribuyeron cualidades afrodisíacas, mito que se ha mantenido hasta nuestros días, aunque carece de base científica. Durante la Edad Media se las consideró un alimento del demonio, pero el Renacimiento las recuperó para alegría y placer de los gourmets. En el XVIII los cocineros de las cortes europeas elevaron a la trufa a la categoría de producto exclusivo y elitista que aún mantiene, aunque su cultivo mediante micorrización ha democratizado el consumo.

De las trufas, negras o blancas, se sabe poco por tratarse de un bocado raro y escaso. Existen muchas variedades, no todas son comestibles, ni todas son igual de sabrosas. Tampoco todas cuestan lo mismo.

Trufas negras no hay solo una, sino muchas. Y todas ellas parecidas, para desgracia de los aficionados poco avezados, que en más de una ocasión reciben gato por liebre. El fraude en este sector, como en otros, es evidente y está extendido. Distinguir unas de otras no es fácil. La intensidad aromática es la pista más fiable, pero hay que ser un experto para elegirlas bien.

La trufa española

 

Por su sabor terroso, la trufa es un ingrediente dominante en cualquier platillo. // Foto: Especial.

Por su sabor terroso, la trufa es un ingrediente dominante en cualquier platillo. // Foto: Especial.

La trufa negra es caprichosa, sí,  pero mucho menos que su prima la trufa blanca (Tuber magnatum pico), que se produce sobre todo en Italia, Croacia, etc. y que es mucho más cara. A diferencia de ésta, que sólo crece en estado salvaje, la negra (Tuber menalosporum), también conocida como trufa del Perigord, se puede cultivar “micorrizando” el terreno adecuado, es decir, implantando ejemplares en las raíces de los quercus. Esta innovación técnica, perfeccionada en los últimos años, ha supuesto una nueva y rentable fuente de ingresos para las zonas productoras. Históricamente la región francesa de Perigord ha sido la zona trufera más importante de Europa. Hoy un buen porcentaje de los ejemplares que se comercializan son, en realidad, trufas españolas. Cultivadas en Teruel -donde se ha creado el label de calidad “Trufa Negra de Teruel”, para afrontar mejor los nuevos retos del mercado (www.trufadeteruel.com)- Castellón, Soria, Huesca, Guadalajara, Cuenca, Tarragona, Gerona, etc. Mientras, el mercado nacional asiste impasible a la llegada de trufas asiáticas de calidad muy inferior y escaso aroma.

Para recoger las trufas es necesario un perro, o un cerdo, que husmea el territorio en busca de estos pequeños tesoros. Una hectárea produce, más o menos entre 40 y 60 kilos de trufa al año, que se paga a una media de 600 euros el kilo. La industria del cultivo ha logrado homogeneizar en parte la producción, ya que la falta de lluvias y el acoso de los jabalíes estaba dando al traste con la producción de trufa salvaje. En opinión de los expertos es muy difícil diferenciar la salvaje de la cultivada, si el proceso se ha hecho correctamente. Gastronómicamente las diferencias son inexistentes, tanto entre las salvajes como entre las cultivadas hay ejemplares buenos, regulares y malos.

La comercialización de este hongo ha estado siempre rodeada de un halo de misterio y cierto romanticismo: subastas clandestinas, precios pactados en secreto, un apretón de manos como acuerdo… La pujanza de la nueva industria tal vez de al traste con todo ello.

Como reconocer las mejores

Observar que no tengan golpes, cortes ni estén rotas. Deben estar tersas y rugosas, nunca blandas. el tamaño de la rugosidad varía según las zonas, lo mismo que el color del interior. Lo normal es que sea marrón oscuro con lineas iregulares blancas, pero la densidad de estas varía y no está relacionada con la calidad.

Que el aroma sea potente (cuanto más aromáticas mejor) y  fresco, a tierra húmeda y campo. Si huelen a ajo o tienen notas ácidas o avinagradas es señal de que se han recolectado hace tiempo o se han conservado en malas condiciones.

El tamaño ideal son piezas de entre 20 y 40 gramos, es decir ni muy pequeñas, ni muy grandes, no demasiado amorfas, sobre todo porque son más difíciles de limpiar.

Se conservan en buenas condiciones guardadas en un recipiente hermético cubiertas con arroz, porque absorbe le humedad.

En la cocina

El huevo es, sin duda, uno de los alimentos con los que mejor se combina la trufa. // Foto: Especial.

El huevo es, sin duda, uno de los alimentos con los que mejor se combina la trufa. // Foto: Especial.

Con el huevo y la patata forman un trío imbatible.

Son deliciosas laminadas sobre el pan con un chorro de buen aceite de oliva.

Animan los platos de pasta y de arroz, siempre que no se mezclen con otros ingredientes de sabores potentes.

Funcionan de maravilla con las alcachofas y con otras verduras: puerros, cebolla, borrajas…

Van de maravilla en preparaciones dulces como la panna cotta, la crème brulée, etc, donde el huevo y los lácteos las acompañan.

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*Julia Pérez Lozano es periodista gastronómica del diario español El Mundo y de la revista Traveler. Es miembro de la Real Academia de Gastronomía y autora de libros y guías, además del portal Gastroactitud.com, un espacio formativo e informativo en que poder intercambiar noticias y experiencias en materia gastronómica.