Soy de ideas fijas. Como muchos otros consejos, el hecho de que la recomendación de usar una olla de cocción lenta -o slow cooker como se conocen en inglés- haya venido de mi suegra, causó inmediato rechazo.
Me casé con una familia de frontera. Platos como la carne deshebrada, un meat loaf con muchísima salsa catsup o aciditos dentro de una naranja eran muy presentes en sus mesas pero nuevos para mí.
Así fue como hace unos 15 años me regalaron mi primera slow cooker. Crock Pot, la marca por excelencia, aplaudida y presente en la cultura americana. Yo, honestamente, no sólo seguía con cierta tirria hacia el objeto sino la verdad es que no tenía ni la menor idea qué hacer con ella.
Pasaban los meses, y los años. Como buena cocinera y jugando a ser madre judía, que a través de cariños y calorías quiere más a los suyos, Lupe (la misma suegra que hasta hoy tengo) nos deleitaba con un coq au vin muy, pero muy bien hecho, o un stroganoff de campeonato. Al final, siempre remataba con la misma frase: “La hice en la slow cooker, como la tuya, que nunca has usado”. Un mensaje quejoso aunque siempre sonriente.
“La hice en la slow cooker, como la tuya, que nunca has usado”
Muchos años después, en una librería de París, especializada en cocina, me encontré con un estante repleto de ediciones dedicadas a recetas para ollas de cocción lenta. Me sorprendió. Había estudiado cocina en Francia y si hay algo que respetan los franceses, casi hasta la necedad, son las técnicas de antes, el old school de la cocina.
Pero las cosas habían cambiado, y las recetas de cásicos platillos franceses ya estaban traducidas a porciones y pasos de una olla de este tipo. Compré tres libros y seguía sin usar mi olla.
No fue sino hasta una década después que me reencontré con Shelley, una estupenda cocinera inglesa que vivió en México, y que durante años colaboró con la revista Gourmet -ese ícono de la literatura gastronómica que los que quisimos, atesoramos en colección-, que despertó mi curiosidad por la slow cooker.
Shelley me hizo un clam chowder maravilloso, ligerito y con un sabor profundo a almeja y a tocino. No sólo me enseñó a usar prioritariamente el agua de las almejas “baby” en lata, a moler un poco de papa (pero solo poquita) para espesar el caldo y a excederme en pimienta (pues es como mejor sabe), sino me aseguró que siempre era más sabrosa hecha en slow cooker.
Ya no tuve salida. Llegué a casa, desempolvé una Crock Pot enorme con capacidad hasta de 8 litros y cociné.
Entendía que la baja y constante temperatura durante un largo periodo de tiempo siempre resaltaba sabores y ayudaba a las proteínas, pero hasta ese momento comprendí que, en este caso, era cuestión de conectarla a la corriente eléctrica, vaciar los ingredientes y prenderlo en low, medium o high, las únicas temperaturas que maneja.
Ahí comenzó mi obsesión por conocer todo alrededor de las ollas de cocción lenta. Dominé los tamaños ofertados, desde el medio litro hasta los diez litros aproximadamente, así como las temperaturas que manejan, que oscilan entre los 70 °C y 95 °C. Compré muchas, demasiadas, y comencé a jugar y cocinar con ellas a tal grado que hoy hay ciertas recetas que solamente hago en mi Crock Pot más viejita, la más querida. La salsa de tomate para pasta siempre va a ser mejor, y, créanme, el pollo con cítricos y ciruelas -ese clásico francés cuya receta me compartió el cocinero de Trou mi Lou, brasserie de barrio sobre el Sena, es inolvidable en mi olla.
Los años lo hacen a uno menos intolerante. Los años templan y hoy comerse un chili dog, entre comidas y a dos horas de una reservación en el mejor restaurante de California, dejó de ser causal de divorcio; también conviven armoniosamente en mi cocina, con igual jerarquía, un molcajete de El Seco, Puebla, un sartén de cobre michoacano y seis alegres Crock Pots de diferentes tamaños.
Más sabe el diablo por viejo, que por diablo…