Lo que más me gusta de la Navidad no es el arbolito, ni las luces, ni los regalos. Para mí la Navidad es un episodio sensorial que dura alrededor de dos semanas en donde me entrego por completo al placer que me provocan los mismos aromas y los mismos sabores grabados desde mi infancia. La Navidad huele, sabe, se ve, se toca y se oye. Es por ello que el ritual decembrino, que las primeras semanas de cada enero digiero, no sólo implica la cena de Nochebuena o el posterior recalentado del día 25.
Mi nostalgia anual explota cada quince de diciembre, cuando comienzo a añorar la vista de los volcanes nevados, las mañanas frías en Puebla, el olor al ponche vespertino que descansa en la estufa de la casa familiar durante esa época y poco a poco voy cayendo en cuenta de que evoco constantemente la preparación de buñuelos, bacalao, chipotles, sopas, pavo, ensaladas, salsas y ayocotes.
Ya les hablaré en otro momento de los buñuelos que cada año confeccionamos en casa, esos de viento, logrados con el molde de hierro que el guapo Jorge, novio de tempranas juventudes de mi tía, tuvo a bien regalarle a mi abuela y que aguarda silencioso todo un año en la cocina de mi madre; un molde que nunca ha tocado el agua y que es para mí la gran estrella de navidad.
Pero como ya habrá tiempo de eso, hoy quiero elogiar otro platillo, uno de apariencia sencilla, poco protagonista, pero que año con año disfruto al máximo. Un alimento de raíces prehispánicas, colorido cuando no hervido, poderoso y lleno de fuerza que ha sido en todas las mañanas decembrinas de mi vida el mejor compañero de los desayunos familiares: los ayocotes.
El ayocote, del náhuatl ayecohtli (“frijol grande”), es una de las más de veinte variedades de frijol originarias de nuestro país. Se domesticó en Mesoamérica hace aproximadamente unos 6 mil años y se comen además, sus raíces tuberculosas y las flores rojas que también son de alta estima ornamental.
Grandes y de distintos colores que van del amarillo a los tonos amoratados pasando por los marrones, los ayocotes en realidad se consiguen todo el año pero no sé porqué en mi familia, y en muchas otras que conozco, solamente los comemos durante navidades.
Las preparaciones de esta colorida leguminosa varían de casa en casa. Hay quien los come en su versión caldosa, como mi tío Cástulo, quien hoy sé, los prepara cada año siguiendo la receta de tía Maruca. Al contarme un halo de orgullo lo rodea y casi puedo percibir el sabor que las hierbas de olor imprimen también en su relato. Mi madre cuenta que mi abuela paterna también los hacía enteros y caldosos, como su hermana Maruca, pero que los acompañaba de sardinas (cosa que seguramente responde a una estrategia para saciar los estómagos de las cinco fieras que tuvo por hijos).
Otras personas acostumbran hacer tamales con ayocotes molidos embarrados en la masa y otras familias, como la de mi lado materno, prefieren comerlos en pasta, como frijoles refritos pero dotados de saturados aromas que les otorga su cocción con hierbas de olor y su posterior paso por la sartén rebosante de aceite de olivo.
Embolladitos, mantecosos y con rastros perfumados, los ayocotes son una seda en el paladar. En los hogares poblanos, la noche del 24 y en el recalentado de Navidad, los ayocotes suelen acompañar a los chipotles dulces rellenos de queso de cabra fresco y capeados, que se comen también en esta época. De hecho, la dupla se sirve siempre junta y es ejemplo, como muchos acompañamientos poblanos, del mestizaje culinario con notas endulzadas que corre por nuestras venas.
Se seleccionan los ayocotes más grandes y los más oscuros, para que la pasta quede lo más negra posible y se ponen a cocer acompañados de grandes cantidades de orégano, tomillo, laurel (metidos en una muñeca o bolsita de tela de tul) cebolla y un chorrito de aceite de olivo. Para bien y para mal, después de una hora, los olores en la cocina explotan al abrir la olla en una mezcla de hierbas con el clásico olor inconfundible de los gaseosos frijoles.
Ya cocidos se quitan las hierbas de olor y se muelen. Aparte en una gran olla de fondo grueso se fríe cebolla en cantidad copiosa de aceite de olivo, se agrega la pasta, sal y se mueve constantemente hasta que espese.
Y así, toda la temporada van del refrigerador a la estufa donde se refríen todos los días, y de ahí a la mesa convertidos en un adorable bollito. Acompañan las tortas de recalentado, los huevos para desayunar o simplemente se embarran en pan y con un poco de salsa encima me hacen reafirmar año con año que me encuentro en casa.
Un día de enero desaparecen, el último rastro de la olla se borra. Por esos días también los hijos vamos dejando el nido familiar para regresar a nuestras labores, a nuestras otras tierras. Dejamos Puebla, en los volcanes aún hay nieve, la cocina ya no huele a ponche. Como frijoles saltarines nos vamos uno a uno para volver el siguiente diciembre, cuando la nostalgia anual nos abrace y las ollas repletas de ayocotes nos esperen.