El nacionalismo latinoamericano se alimenta de símbolos irreductibles. Daniel Titinger lo documenta bien en su libro Dios es peruano, a través de tres símbolos peruanísimos, en cuya defensa se puede derramar hasta la sangre patriota: el pisco (que los malevos dicen que es chileno), el ceviche (que los falsarios dicen que es veracruzano, entre otras muchas procedencias), y la Inca Cola (que es mejor mil veces que la vil Coca Cola, a la que en la lejana juventud fervorosa solíamos llamar “las aguas negras del imperialismo”).
Si leen Dios es peruano de Titinger, cronista agudo de humor y lleno de gracia, director de la revista Etiqueta Negra, se darán cuenta del mar proceloso de nacionalismos en que navegamos, y los del Perú son un divertido y sabio ejemplo. Y así aprendemos que aunque hay asuntos que parecerían no tener espacio de discusión, lo tienen.
Ningún peruano duda que el pisco, aguardiente hecho en base a la uva, es un tesoro patriótico, si hasta hay en el sur del país una ciudad de ese nombre (destruida, de paso, por el terremoto de hace unos años), igual que en México hay otra ciudad que se llama Tequila, donde se hallan las fábricas más importantes de ese aguardiente producido en base al agave azul. Pero en Chile hay también fábricas de pisco, y “pisco” lo llaman los chilenos.
Pero en Chile hay también fábricas de pisco, y “pisco” lo llaman los chilenos
De esos tesoros del orgullo patrio abundamos en otras latitudes de nuestra América, y solemos disputar el patrimonio exclusivo de lo que comemos y bebemos como una verdadera denominación de origen, igual que ocurre con el champaña, que sólo puede llamarse “champaña” en Francia, y por eso se llama “cava” en España, o el tequila, que solamente puede ser mexicano, y es más, nada más de Jalisco.
¿Y el gallopinto? Una encuesta nos demostraría que el cien por ciento de los nicaragüenses creemos que es patrimonio nacional, igual que el pinol, el pinolillo, el vigorón, la carne en vaho y la sopa de mondongo, y estaríamos dispuestos a registrarlo como una denominación de origen.
Sin embargo, el gallopinto, nuestra suculenta mezcla de arroz y frijoles fritos y vueltos a freír, delicia culinaria que nos une a todos en la mesa y que desborda las preferencias políticas y religiosas, si es cierto que es una enseña nacional, también lo es que se come igual, y se llama igual, en diversas partes del Caribe y Centroamérica, y nadie a copiado a nadie; porque la necesidad y la imaginación se juntan en cualquier parte para inventar lo que sale de las cocinas y va a dar a nuestras bocas.
Los frijoles ya estaban en Mesoamérica a la llegada de los conquistadores, y es uno de los aportes que nuestra agricultura aborigen dio a Europa junto con el maíz, la papa, el tomate, los ayotes y la piña, entre otras viandas excelsas; y el arroz fue traído de oriente años después, para aclimatarse en nuestro suelo y en nuestros paladares.
Se juntaron un día arroz y frijoles, y resultaron en el célebre gallopinto, hijo de las cocinas de esclavos
Se juntaron un día arroz y frijoles, y resultaron en el célebre gallopinto, hijo de las cocinas de esclavos, que se llama “congrí” en Cuba, “moros y cristianos” en Puerto Rico y también “gallopinto” en Costa Rica, lo mismo que en Nicaragua; y en todas partes se come de la misma manera, variando las proporciones entre el arroz y los frijoles.
Ser dueños exclusivos del gallopinto, se ha vuelto de todas manera una litis nacionalista en Nicaragua, al punto de que pretendemos cocinar el gallopinto más grande del mundo cada año, bajo el patrocinio de un casino de juego, e inscribirlo en los Guinness Records, para afirmarnos en su propiedad exclusiva.
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*Sergio Ramírez Mercado es escritor nicaragüense. En 1998 ganó el Premio Alfaguara de Novela con Margarita, está linda la mar. En 2011 recibió el Premio Hispanoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra. Su último libro es la colección de cuentos Flores Oscuras (Alfaguara, 2013).