Matilde nunca dijo gelatina. Lo que ella ofrecía como postre se llamaba “jaletina” y la presentaba de una forma muy exótica. Un roscón de dos colores otoñales encopetado con mitades de durazno y ciruelas pasa enteras suspendidas en un brillante segundo piso. Todos sus nietos nos reíamos cuando nos hacía pasar los platos de la “jaletina” que para nosotros era “gelatina”. Pero así fue ella y se fue a la tumba sin pronunciar aquella palabra que yo creo le causaba ofuscación: “gelatina”.
Ahora que reviso recetarios de la Puebla de los Ángeles de finales del XIX me he encontrado recetas de “jaletinas” y entonces me vienen a la mente las risas burlonas de una decena de niños que ignorábamos los orígenes de aquel término.
Guiada por estos documentos, trato de imaginar las tardes de aquellas cocinas poblanas de principios de siglo XX, las horas destinadas a confeccionar los dulces con una atmósfera oliente a canela, azar y caramelo recién hecho.
En esos tiempos la leche se media en cuartillos, el harina y el azúcar en libras y onzas, se preparaban almíbares por si acaso, se tenía a la mano agua de azar y agua de tequesquite y no se tenía ningún reparo en utilizar una treintena de yemas si la receta así lo requería.
Masas de oficio, suspiros, muéganos, buñuelos, camotitos, mamones, jericayas, gaznates y jamoncillos se acomodaban en canastos para el disfrute de chicos y grandes. Entre ellos el pitayate, un jamoncillo de pitaya que se hacía en el mes de mayo y que tomaba toda una tarde para su confección. Azúcar, pitayas rojas, leche, un cazo de cobre y una pala de palo para mover hasta ver el fondo del cazo. De difícil elaboración, el pitayate ya solamente se encuentra, si acaso, en algún convento del centro de la ciudad y a veces ni las monjas logran darle al punto.
Los dulces tradicionales requerían precisión, dedicación, paciencia y tiempo
Sin duda, los dulces tradicionales requerían precisión, dedicación, paciencia y tiempo. Si a eso le sumamos que no había refrigeradores, que no todas las casas contaban con hornos y que no se tenían los instrumentos que ahora permiten hacer más fácil la clarificación, colado, molido y distintos términos, resulta bastante admirable lo que en aquellas cocinas se lograba al calor de las brasas que nunca se apagaban.
Digo que nunca se apagaban porque como hace poco me explicaba doña Alicia Enríquez, quien debajo de su pelo de algodón de azúcar borda historias dignas de colección, en las cocinas tenían braseros y sobre ellos, después de hacer las comidas, se hacían los dulces vespertinos. Abundaban las carbonerías en la ciudad y cada casa tenía sus provisiones de carbón y ocote. Una vez que se prendía el fuego y se hacía arder la brasa con el soplador, se cuidaba muy bien, se cocinaba y después no se apagaba. En un cajete se metían las brasas y se tapaban con ceniza. El fuego dormía y a la mañana siguiente se sacaban las brasas que aún estaban encendidas y se avivaba el fuego junto con carbón nuevo.
Entonces se ponía la olla de frijoles a cocer y sobre ella un platito con agua, la cual se iba entibiando y agregando a los frijoles cada vez que fuera necesario. De echar agua fría los frijoles se pasmaban, por tanto ese pequeño plato entibiando agua tenía su función. Los frijoles se hervían a diario para evitar que se pusieran agrios y la leche también se hervía todos los días. Para enfriarla, se ponían las ollas sobre los aros maceteros de los balcones poblanos en espera de que el sereno la refrescara.
A falta de hornos, se cocinaba a dos fuegos
A falta de hornos, se cocinaba a dos fuegos. La actual conclusión de una receta que suele sentenciar “y se mete al horno a 180º C por 50 minutos” es la modernización de la frase final que cayendo el siglo XIX rezaba “se cuece a dos fuegos”. Cocer a dos fuegos no es otra cosa que recibir calor de arriba y de abajo y para lograr esto, las cazuelas se colocaban sobre el anafre y se tapaban con enormes comales sobre los cuales se disponía brasa al rojo vivo.
La recomendación de “introducir el palillo y si sale limpio ya está cocido”, se verificaba en aquél entonces con el mandato “meter un popote”. Pero el popote no era aquel que descansa en la malteada de los enamorados, sino una especie de tira de palma firme con el que se hacían escobas y escobetas y que en aquellos días también funcionaba para rectificar la cocción.
Otras preparaciones se cocían en el famoso baño maría o al rescoldo, es decir a orillas del fogón. O como encontré en alguna página, para hacer un dulce de peras, la olla después de ser llenada con la fruta picada y azúcar, se tapaba y se enterraba en estiércol por 30 días, una versión de cocimiento bastante atrevida por cierto.
Los revisitados “a punto de” también han sido protagonistas de todos los tiempos. A punto de espejo, a punto de caramelo, a punto de bola, a punto de turrón y a punto de cajeta; texturas que las mujeres de antaño dominaban a la perfección sin utilización de batidoras, globos u artefactos varios y que a mí me parecen metáforas encantadoras a descifrar hoy día.
Las tardes de este lluvioso otoño se antojan para hacer aquellos dulces rebosantes de yemas, leches quemadas a fuego lento, para dejar que las frutas de temporada desprendan almíbares, que las calabazas embriagadas de piloncillo se entachen, que blancos merengues rellenen jugosos gaznates y para que las gelatinas vuelvan a llamarse “jaletinas”.
El mismo tornasol que nos deja la lluvia sobre el pavimento, es el tono que siempre encontraremos al ver el fondo al cazo al hacer un buen caramelo.