Después de haber dado un par de charlas sobre la identidad alimentaria mexicana como fenómeno cultural (incautamente designadas por mis generosos anfitriones como conferencias magistrales), una en la Universidad Autónoma de Chiapas, en Tuxtla Gutiérrez, y otra en el Museo Nabolom, de San Cristóbal, fui a almorzar al día siguiente con dos amigos muy conocedores de la cocina chiapaneca: Francisco Mayorga, quien dirigía el Centro Cultural Jaime Sabines, y Miguel Pavía, músico y director de Difusión Cultural de la propia UACH.
Nos dirigimos al mercado principal de la capital chiapaneca y para abrir el apetito (¡como si hiciera falta!) compramos una medida de nucús, hormigas reinas voladoras ligeramente asadas en comal, sobre las que Miguel nos había dado una erudita y poética explicación, extensa e interesante, en realidad arrobadora. Son una deliciosa botana y es imposible comerse sólo una.
Pasamos enseguida con las tamaleras e iniciamos la muestra gastronómica con un jacuané, tamal que se elabora haciendo una especie de tortilla de maíz y otra encima de frijol, se le agrega camarón seco molido y se enrolla con hoja santa alrededor; el resultado ya cocido e integrado es, cuando se le da la primera mordida, una espiral bicolor rodeada de verde; es aromático y exquisito, sin el menor picor, pues no tiene chile.
Luego seguimos con un tamal de chipilín, herbácea de peculiar y fino sabor, con queso y jitomate, asimismo sin picante. Continuó un tamal de bola, con puerco y recado (o sea recaudo, ajuste lingüístico similar al del hipil de Yucatán, referido al huipil); el recado era a base de jitomate, de nueva cuenta sin chile. Después pedimos un toro pinto, de masa de maíz con frijolitos oscuros enteros y frescos, delicia también ausente de nuestro icono y fruto especia nacional: el chile.
Cada vez más sorprendido por esa ausencia (aunque ya conocía todos esos tamales, pero no así degustados y comparados, todos juntos), seguimos con un tamal de verduras que contenía granitos de elote tierno, zanahoria, calabaza, chayote y papa, todo picado; sobra decir que tampoco tenía picante. Ya casi para concluir la prolongada nómina, comimos un tamal de milpa, con carne de puerco, salsa de jitomate sin chile y ¡limón!, envuelto con la hoja de la planta del maíz, no de la mazorca (como las corundas michoacanas).
Finalizamos, ya de postre, con unos pictes, tamalitos de elote dulces, acompañados de atole agrio de maíz amarillo, de atole de granío con granitos quebrados de maíz, de champurrado y de atole blanco sin azúcar (por supuesto, un poco de cada uno). Fue impactante que, sin haberlo programado así, probáramos de siete diferentes tamales del pueblo cuya delicadeza era adecuada para cualquier paladar y estómago, lo mismo de Suiza o de Canadá o de Suecia o de Francia.
¡Qué equivocada es la leyenda negra acerca de una comida mexicana agresiva e intolerable! Esa mañana en Tuxtla Gutiérrez degustamos una verdadera alta cocina.
La cocina tradicional popular es el sustento de la llamada “alta cocina” de las clases pudientes
Cabe destacar al respecto que, en México, la cocina tradicional popular es el sustento de la llamada “alta cocina” de las clases pudientes. Ésta abreva en aquella. Por ejemplo, el platillo festivo más popular es el mole, y cada provincia tiene sus variantes, a veces cada pueblo y no sería exagerado decir que cada señora tiene su propia receta. Las bodas, las fiestas patronales y otros eventos relevantes rurales o de barrios urbanos se celebran obligadamente con mole. Cuando se quiere calificar a un mole muy bien hecho se dice que parece mole de pueblo.
Pues bien. Los más elegantes y sofisticados restoranes de cocina mexicana tienen como una especialidad el mole. Las más exclusivas comidas domingueras de encopetados invitados, pueden incluir como platillo principal un mole hecho en casa. No se trata de exotismos étnicos o de curiosidades ocasionales. Es cotidiano que la “alta cocina” se adorne suntuosa con los platillos de la cocina popular.
Otro caso parecido es el de los adobos, primos del mole. (Otro primo más lejano, pero no muy diferente, son los currys de la India, Ceylán y otros países del Lejano Oriente).
Es cotidiano que la “alta cocina” se adorne suntuosa con los platillos de la cocina popular
En todos los hogares mexicanos de cualquier capa social se comen tortillas de maíz a diario; lo que varía es la cantidad per cápita según el nivel socioeconómico. Originalmente, las tortillas se hacían a mano y en los pueblos sigue siendo así; por su parte, las familias ricas urbanas se dan el lujo de comer tortillas hechas en casa. Los hoteles y restoranes de cinco estrellas sirven los domingos un brunch donde el buffet incluye a una señora echando tortillas a mano. Todo restorán del país de cualquier categoría, aunque no sea especialmente de cocina mexicana, tiene en su menú de desayunos platillos típicos de la cocina popular, como las enchiladas y los chilaquiles.
Lo popular nutre a toda la cocina mexicana. Las personas más encumbradas de Yucatán comen con frecuencia cochinita pibil, rica preparación de abolengo maya que se expende en los mercados. Los grandes hacendados del centro del país ofrecen a sus comensales como opulento platillo una barbacoa de borrego, cocida enterrada en hoyo, de nítida raigambre precolombina (en aquellas centurias se hacía de venado u otros animales); apuntemos que los albañiles festejan su día, el de la Santa Cruz, también con una barbacoa. En las bodas más elegantes de la ciudad de México sirven una cena internacional en la noche, y en la madrugada, después de varias horas de fiesta con baile, se sirve otra comida típica mexicana, a base de maíz y chile: esto es pozole o chilaquiles.
Todo esto nos lleva a concluir que en México no hay una contraposición entre la “alta cocina” y la popular, sino todo lo contrario. Por supuesto que siempre hay excepciones, como cuando lo chic llega al snobismo o sucumbe ante la moda pasajera. Sería el caso de una mal llamada nouvelle cuisine mexicaine que, entre otras desviaciones internacionalizantes, más allá del uso delicado y con mesura de la fruta en platillos salados, llega a excesos que falsifican la cocina mexicana derramando sin autocrítica sobredosis de guayaba, mango o tamarindo.
Para concluir esta digresión y a propósito de mangos, siempre aprende uno algo nuevo, por más conocedor que lo consideren sobre algún tema. Así me sucedió en Tuxtla: vimos en el mercado unos mangos-piña, según observaron mis cicerone; como en apariencia son meros mangos, entre criollos y ataulfos, no me animaba a probarlos, satisfecho –y con exceso- como ya estaba. Me convencieron mis amigos y aun incrédulo de los raros atributos que le asignaban a esa fruta, seguí sus instrucciones. Con un poco de agua lavó cada quien su mango-piña; luego lo sobamos y apretamos con cuidado, para no romper la cáscara, hasta que estaba completamente aguado; a continuación le mordimos una punta a la cáscara, para hacerle un agujero pequeño, y por él ¡chupamos y nos bebimos un riquísimo jugo, hasta vaciar ese recipiente natural!; era agridulce, con sabor de mango y regusto a piña; acabada la absorción, sólo quedó el hueso o semilla y la cáscara, sin nada de pulpa: toda se hace agua.
La erótica forma de comer esa extraordinaria fruta recuerda a esas bolsitas de plástico rellenas de alguna nieve o gelatina que los niños disfrutan mamando. Me sorprendió que además del placer de lo sabroso y de lo exótico, me causó gran hilaridad y alegría ese refresco-juguete que la naturaleza nos regala.
No quisiera confesar que como en el mismo mercado habíamos visto shutis, o sea caracoles de río, pero sólo había crudos y no preparados para comerlos, ya rumbo al aeropuerto hicimos una rápida escala en un “centro botanero” o cantina familiar -valga el término, pues los fines de semana entran mujeres y niños-, precisamente llamado “El Shuti II” y allí todavía nos tomamos un sabroso caldo de ese molusco, con una cerveza helada.
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*Del libro: Confieso que he comido. De fondas, zaguanes, mercados y banquetas, Conaculta, 2011. (Apuntes autobiográficos gastronómicos).