Para el oaxaqueño la tierra es la madre de toda su esencia. El fuego es paradigma de su existencia y la comida es una muestra de su espíritu complejo.
Y es que la comida es la explicación completa de la cultura oaxaqueña y la forma en que se construye una identidad personal y social. Su alimentación representa entonces una elevada forma de comunión entre los elementos de la naturaleza. La tierra, entendida como el sustrato o suelo, en Oaxaca es prodigiosa y su complejidad se refleja en lo producido: los agaves más grandes del mundo que resultan en soberbios mezcales, pasturas endémicas que modifican la esencia de los lácteos, chiles con notas terrosas y ahumadas, así como hongos de calidad mundial. La lista es interminable.
Entonces, para conocer la complejidad oaxaqueña primero hay que conocer su gastronomía. Una alimentación saturada de tradiciones milenarias dispuestas a transmitirse, afianzarse y renovarse con cada bocado terminado. En Oaxaca se vive para comer y cada acto humano pareciera consagrado por y desde la comida. Y así es su gente. Seres que comprenden la paciencia que requiere un mole negro y que distinguen los delicados aromas del rescoldo de encino que cocina chiles de agua, tasajo o chorizo a la usanza zapoteca.
En Oaxaca, las tradiciones no mueren, se renuevan y materializan en la realidad contemporánea a través de sus modernas mujeres que parecen tener una eterna relación con el fogón. Sus manos nacen con la sabiduría para hacer tortillas, para tratar con cariño al comensal, para expresar amor desde una sencilla cazuela. Desde siempre, mujeres y hombres oaxaqueños respetan el valor de su comida y la utilizan como sello distintivo ante otras regiones nacionales o los arrebatos de la sociedad globalizadora. Su identidad está marcada por cada movimiento del metate, cada salsa martajada y cada chapulín tostado en los ancestrales comales de barro. En Oaxaca, la comida es la vida, y la vida está dedicada a comer bien.
La mexicanidad, ese imposible enigma para sociólogos e historiadores, podría resolverse al estudiar el incansable espíritu de la Verde Antequera. Sus mitos construyen y abonan a la personalidad mexicana, sus colores rediseñan el concepto de estética occidental y sus sabores podrían considerarse como la quintaesencia nacional, esa que los nacionalistas modernos reclaman y que algunos cocineros se esfuerzan en encontrar para demostrarle a los sociólogos que al comer también se hace patria. Esos mitos toman forma de pasado gastronómico y hacen fuertes a quienes los comprenden.
Les deja reconstruir paradigmas culinarios absolutamente ligados con lo social, y al hacerlo, ofrecen una contemporánea interpretación de la personalidad gastronómica nacional. Como resultado: magia hecha comida, identidad nacional comestible, y pureza gastronómica transformada en mexicanidad. El festival gastronómico “El Saber del Sabor” es un espacio de creación, divertimento y paz.
Desde su primera edición en 2009 se ha convertido en el espacio por antonomasia para la reflexión culinaria nacional. La primera quincena de septiembre es un llamado a revisar los festejos patrios a través de los sabores oaxaqueños. Lo mexicano se piensa y convierte en plato y éste se alquimiza en una nueva forma de entender y expresar la fugacidad de vivir en México.
Durante estos días, Oaxaca se convierte en el centro de la actividad culinaria mexicana y en el fuego para forjar una renovada complejidad social. Los invitados –siempre los mejores cocineros de México- se asombran ante la fuerza de las tradiciones oaxaqueñas, la fuerza de sus aromas y la potencia de sus intrincados sabores.
En este festival, los cocineros no llegan a sorprender sino a sorprenderse de la riqueza culinaria de la zona. Como cada año, diversos restaurantes locales responden al llamado para ser anfitriones de cenas, catas y reuniones de esos que tienen en sus manos una responsabilidad nacional.
Como desde hace cuatro años, durante la fiesta de inauguración, el fuego ancestral es honrado con la reunión de distintas cocineras y cocineros de todas las regiones de Oaxaca. Durante esta fiesta, los rostros de esas mujeres fueron festejadas por los cocineros afamados. Por un instante, los reflectores se pasearon por donde siempre debieran estar: iluminando las virtudes de sus manos materializadas en tortillas, constructoras de familias, ilusiones y destinos.
Una Guelaguetza gastronómica, que más que reunión de amigos, es un esfuerzo por demostrar que sin tradición no hay futuro y sin la necesaria reflexión sobre el pasado se corre el riesgo de perderse para siempre en un destino sin orientación. Origen es destino.
De 2009 a 2011 el jardín etnobotánico de Santo Domingo, en la edición 2012 y 2013 el Patio de la Danza de la Iglesia de la Soledad. El escenario marcará diferencias y rupturas sociales que deberán considerarse para las siguientes ediciones. Pero la ceremonia de inauguración es y seguirá siendo una provocación al propio y ajeno, al que quiera, desde su recuerdo o sueño, contribuir a la mexicanidad en exploración definitiva.
Para los chefs invitados, asistentes y prensa nacional, cada bocado de esa fiesta es un descubrimiento de los sabores oaxaqueños heredados por las múltiples etnias que cubren el territorio, que sintetizan la compleja realidad nacional. Pero el banquete llega al clímax cuando en esos momentos se dedican públicamente todas las actividades del festival a un personaje ilustre por sus logros.
En 2010 Enrique Olvera por sus 10 años al frente de Pujol y su inclusión en la lista de los mejores restaurantes del mundo, en 2011 fue reconocido el legado de Ricardo Muñoz Zurita, en 2012 el oaxaqueño Arnulfo Luengas (qepd) el eterno jefe de las cocinas corporativas de Banamex, en 2013 Patricia Quintana como una de las grandes mujeres de la cocina mexicana.
Tras la apertura, cinco días de cenas, tertulias, celebraciones, mezcal, meditación, mole y fiesta. Desde sus filosofías, cada cocinero comprende, interpreta, y reproduce a Oaxaca en sus platos. Con cada ingrediente nuevo, sus principios creativos se modificaron y se abrieron a un proceso mental que siempre termina en exitosos bocados. Con cada técnica observada, su talento crece. Con cada cena ofrecida, el sentido de pertenencia oaxaqueño los atrapó y su inconsciente renunció a sus lugares de origen para pintarse de verde como la cantera de la catedral.
Como si fuera una unción, los escogidos para formar parte del festival regresan a sus sitios no como cocineros, sino como líderes de los cambios que se suscitan en el país. Y asombrados por la complejidad de la cocina local, los chefs asumen un compromiso con la investigación, conocimiento y difusión de los sabores oaxaqueños en México y el mundo.
De esta forma, el enigma de la quintaesencia mexicana es expropiado por los cocineros comprometidos con un nuevo escenario social. Los sociólogos pueden descansar tranquilos de que su tarea comienza a ser resuelta desde el rescoldo oaxaqueño. El espíritu de orgullo sobre la gastronomía mexicana encuentra cada año en este festival una manera de renovarse, reconstruirse y asumirse. El destino es México, pero el origen pudiera ser Oaxaca.