Después de la conquista árabe de la penÃnsula ibérica, los reinos cristianos del norte conservaron una identidad cristiana muy profunda gracias a los caminos de peregrinaje al santuario del apóstol Santiago, en la ciudad de Compostela, y que cruzan este territorio. Los peregrinos de toda Europa concurrÃan a la ruta jacobea en busca de la experiencia religiosa que surgÃa en el largo camino de peregrinación.
A lo largo de ella se alimentaban principalmente de queso, pan y vino. Los monasterios y abadÃas servÃan de refugio para los peregrinos, y en sus tierras navarras y riojanas, se cultivaba la vid para elaborar la sangre de cristo. Se trataba de una uva noble que tenÃa la gracia de madurar tempranamente, lo que permitÃa fermentar y criar el mosto en condiciones más amables.
Esta vid era distinta a las que se cultivaban en las tierras de señorÃo o de realengo, como la calagranna, las alfonsinas blancas y negras, y en las tierras espiscopales, las cardeniellas. Con estas se elaboraban vinos frÃvolos y pretensiosos como sus terratenientes dedicados a la guerra y al ocio.
Por el contrario, los monjes de esta región vivÃan bajo una filosofÃa naturalista y cuidadosa de los trabajos de la labranza. HabÃan logrado obtener un ejemplar de los antiguos códices de Lucio Junio Moderato Columela, sabio de la Hispania antigua nacido de Gades, y que los árabes habÃan traducido a su lengua años atrás.
Aplicaban los antiguos métodos para cuidar de los árboles y las viñas acorde a los ciclos de la naturaleza. Entendieron que un buen vino se elaboraba en función de las caracterÃsticas de los suelos: la piedra caliza, los guijarros, la arcilla, la arena, la materia vegetal y del entorno natural de los viñedos como los árboles y las flores. Para ellos, la uva era un receptor sensible que absorbÃa todas las influencias ambientales para conferirselas al vino.
La tempranillo ofrecÃa vinos muy particulares. El desafÃo permanente del clima de la región para las vides, pues los inviernos son muy frÃos e incluso ya entrada la primavera puede haber heladas, obliga al viticultor a podar los sarmientos en función del frÃo o el calor de temporada. La vinificación se decide al último momento dependiendo del grado de madurez de las frutas una vez cosechadas.
El tiempo de maceración depende de la calidad del fruto vendimiado, pues los taninos y los colores del vino emergen en este punto crÃtico, y siempre se espera poder exprimir hasta el último aroma que aporte la tierra.
Los monjes establecidos en varios conventos eran los custodios de una tradición vinicola y religiosa que habÃa arrebatado el elixir embriagante de las manos del dios pagano Dionisios, para transformarlo en vino para la comunión. Este era indispensable para la liturgia de todos los cristianos y aportaba ingresos a las comunidades religiosas dedicadas principalmente a la vida contemplativa.
Al igual que la clausura de los monasterios, los viñedos estaban encerrados por grandes sistemas montañosos que protegÃan los viñedos y marcaban el carácter del vino. Los monjes desarrollaban una alquimia psicosensorial en el cultivo. Examinaban la profunididad de las raÃces, olÃan los componentes minerales de la dura calcárea al humedecerla con agua de lluvia. Se metÃan pequeños trozos de piedra a la boca, y rastreaban con la lengua y el paladar los orÃgenes tánicos con sabor amargo del mosto que prepararÃan.
Casi siempre, las uvas de las hileras altas en la pendiente del viñedo se cosechaban antes, pues habÃan sido expuestas a mayor sol a lo largo del verano. La temporada de otoño iniciaba con los últimos cuidados a las parras: la purga de hierbas malas, la poda de los racimos picoteados por los pájaros y que con su olor a fermento atraÃan plagas nocivas como moscas, y el mimo para las uvas que crecÃan al amparo de Dios y la veneración de los monjes, quienes sabÃan que muy pronto esas frutas del paraÃso se transformarÃan en la sangre de su Salvador.
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*Rodrigo Llanes es chef de El Jolgorio e historiador por la Universidad Nacional Autónoma de México.