Digno representante de la cocina mexicana es el mole. Cuenta la leyenda que Sor Andrea de la Asunción, monja dominica del convento de Santa Rosa, Puebla, nerviosa ante la visita del Obispo Manuel Fernández de Santa Cruz y Sahún, dejó caer accidentalmente una tablilla de chocolate en una cazuela llena de salsa. No pudiendo remediarlo, ni con rezos y súplicas a San Pascual Bailón, decidió probarlo y para su sorpresa descubrió que el sabor había mejorado. Había nacido la cocina fusión, al menos en México.
No pudiendo remediarlo, ni con rezos y súplicas a San Pascual Bailón, decidió probarlo
Es, precisamente, en los conventos donde se perfecciona la cocina mexicana como resultado de la síntesis culinaria. En estos grandes “laboratorios gastronómicos”, las monjas no se daban abasto en la preparación de alimentos y dulces para vender después de misa o para ser regalados a visitantes distinguidos a cambio de prebendas. Por esta razón cada cocinera tenía a su cargo a una mujer indígena con la que trabajaban y de la cual aprendieron de la cocina autóctona, y viceversa.
Tal refinamiento en las artes reposteriles, llevó a las diversas órdenes religiosas a especializarse en la elaboración de ciertas golosinas para su disfrute. Por ejemplo: Las monjas de San Lorenzo eran alabadas por sus alfeñiques; las de Santa Clara se consagraron con su virtuoso rompope; las Bernardinas casi son canonizadas por sus deliciosas jaleas y las de San Jerónimo se ganaron la entrada al Cielo ofreciendo angelicales calabazetes a San Pedro.
Sor Juana Inés de la Cruz, reconocida por su obra literaria y primer referente de la liberación femenina en México, era igualmente prolífica en versos como en recetas de cocina. Se sabe de antemano que desde pequeña sufrió las imposiciones de una sociedad patriarcal y su deseo de conocimiento fue limitado en muchos sentidos. La priora del convento de San Jerónimo, por órdenes de sus superiores, le prohibía el estudio como un acto de penitencia y castigo.
“Si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito”
Uno de los castigos para Sor Juana, o al menos así lo supusieron, fue alejarla de los libros y acercarla a las cacerolas. Recluida en la cocina, símbolo de la domesticidad, ingeniosamente la transforma en un laboratorio y centro de aprendizaje. De manera creativa, convierte una penitencia en placer y libertad, encuentra un lugar de reflexión psicológica y, refiriéndose a Aristóteles, lo explica así: “…bien dijo Lupercio Leonardo, que bien se puede filosofar y aderezar la cena. Y yo suelo decir viendo estas cosillas: Si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito”.
No era un secreto que fuera la mejor cocinera del convento de San Jerónimo y pronto fue nombrada responsable de la cocina. Así lo atestiguan sus jericayas, manchamanteles, antes y buñuelos. Sin embargo, su especialidad era el bienmesabe lo cual consta entre virreyes, pues fueron amigos suyos, merecedores de deliciosos postres. Para muestra, he aquí un poema/receta de la “Décima Musa”:
Bienmesabe
A un real de leche claco de arroz remolido, ídem de almidón, diez yemas, todo junto se revuelve y endulza, luego que esté de punto, echa agua de azahar.
Habiéndolo meneado sin cesar desde que se pone se echa en un plato y canela por encima.
Si quieren hacerlo ante, ponen una capa de esta pasta y otra de mamón, guarnece con pasas, almendras, piñones y canelas.
Este texto fue escrito hace ya algunos años. Lo encontré de casualidad en internet y decidí volver a publicarlo con la esperanza de que sea bien degustado por ustedes y, como el caso de cualquier chef, me sentiré halagado si lo han devorado de cabo a rabo.
Acá, dos monjitas españolas nos dan la receta perfecta para un postre celestial:
Por Alejandro Rossette