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El mundo en mis platillos: León Krauze

Por León Krauze

Lo confieso: me encanta la comida. Bueno, me encanta la comida y el ritual de comer. No es sólo que me guste el sabor de este o aquel platillo; se trata también de gozar la mesa y la conversación, esos instantes en los que la vida entra en pausa.

Por eso mientras otras personas coleccionan monedas, postales o qué sé yo, a mí me gusta coleccionar platillos.

Cuando viajo recurro primero a la guía gastronómica local que al libro que me llevará por museos o largas caminatas. Mi esposa sabe bien que nuestros viajes girarán en torno de un puñado de reservaciones seleccionadas cuidadosamente y otros lugares que nos ofrezcan algunas viandas, una copa de buen vino y una mesa hospitalaria.

Y no es que menosprecie el resto de la riqueza, de los placeres que ofrecen los viajes. Al contrario. Pero hay algo de mágico en buscar refugio en los sitios en los que los lugareños acostumbran comer, reunirse, discutir sus problemas, brindar por el futuro. Si uno quiere conocer de verdad una ciudad, hay que sentarse a la mesa con su gente, partir el pan, creer en el arte de compartir los alimentos.

Si uno quiere conocer de verdad una ciudad, hay que sentarse a la mesa con su gente, partir el pan.

¿Alguien puede decir, por ejemplo, que ha estado en Oaxaca sin haber comido en el mercado? Lo mismo sucede casi en cualquier parte del mundo. Lo primero que hice al llegar a Los Ángeles fue comer un par de grandes chiles rellenos en el mercado mexicano del este de la ciudad.

Lo mismo, por cierto, que hice en mi visita a Estocolmo hace siete años. En Estocolmo se come fantásticamente. Fui a restaurantes clásicos, de vanguardia, puestos callejeros. Aun así, en ningún lugar de la capital de Suecia comí como en el bellísimo mercado de Östermalms: ese salmón extravagante fue y sigue siendo inolvidable.

Mis recuerdos de Nueva York, donde viví un par de años, están llenos de platillos. Me acuerdo, por ejemplo, de un generoso plato de “ropa vieja y moros con cristianos” en un curiosísimo lugar en la esquina de la 78 y Broadway. Se llama La Caridad 78 y sirve comida china y cubana. Los meseros son chinos mal encarados pero eficientes y la comida es fantástica.

Los meseros son chinos mal encarados pero eficientes y la comida es fantástica.

Imposible pensar en Nueva York sin las legendarias carnes de Peter Luger, donde uno sale sudando colesterol y testosterona. Ni qué decir del ‘schnitzel’ del Blaue Gans, del mago austriaco Kurt Gutenbrunner, o de la mejor pasta del mundo, a mi parecer: el ‘espagueti negro’ del Esca.

Si a eso le sumamos una hamburguesa en el Spotted Pig o el menú entero en el Eleven Madison Park, estoy cerca del llanto. En fin…

Ahí mismo, en Nueva York, me ocurrió otra anécdota que ilustra por qué la comida es lo que es. Fue en un restaurante de Brooklyn que se llama Al di la. Era un día muy caluroso hace un par de años. Mi mujer, mi hijo y yo entramos a comer algo y refrescarnos otro tanto. En el menú me llamo la atención un plato de ravioles con maíz.

Ese mestizaje lo hubiera yo esperado en algún restaurante mexicano de vanguardia, pero no en el corazón de una trattoria de Brooklyn. El caso es que lo pedí y resultó una delicia. Tanto me gustó que quise averiguar su historia, sospechando que se acercaba alguno de esos momentos notables que regala la cocina.

Dicho y hecho: la dueña nos platicó que el platillo era obra del chef, un muchacho mexicano que había comenzado lavando platos y con el tiempo se había hecho cargo de la cocina entera.

Un muchacho mexicano que había comenzado lavando platos y con el tiempo se había hecho cargo de la cocina entera.

De su mano, el restaurante había alcanzado los 27 puntos en la guía Zagat. Minutos después, el mago de los ravioles salió a saludarnos. Nunca olvidaré su mirada de orgullo: había conquistado su patria adoptiva con el talento de sus manos y su extraordinario paladar.

Y aunque aquí en Los Ángeles poco a poco he ido sumando afectos gastronómicos, la distancia pesa cuando recuerdo los sabores de la capital mexicana. Para mí, el mapa de la gran ciudad de México también pasa por una colección de platillos.

Ahora, que escribo esto en California, donde tantos aspiran a un taco apenas digno, recuerdo, por ejemplo, la gaonera del Califa o el delirante sazón del sureste del Turix. Imposible no remitirme al pastor del Charco o hasta al Taco Inn, sedes de mi adolescencia sureña.

Después me lanzo hasta las calles de La Condesa, donde mi paladar me remite al ceviche de atún de mi querido Lampuga, el primer restaurante al que llevamos a mi hijo cuando tenía semanas de nacido.

Luego vuelvo por unos minutos al sur y las tostadas de la Taberna del León, para luego empezar un recorrido paciente por Polanco. Tuve el honor de conocer a Enrique Olvera cuando comenzaba a crear esa maravilla que era y es Pujol.

Tuve el honor de conocer a Enrique Olvera cuando comenzaba a crear esa maravilla que era y es Pujol.

Viví su transformación en el hombre enciclopedia que es hoy, su devoción por los ingredientes mexicanos, su talento para reinventar un mole o permitirse el gozo simple pero absoluto de una quesadilla. Y ese es el sabor que me traigo de vuelta ahora: una quesadilla líquida a la que decido sumarle, porque sí, algo del humo del huitlacoche… Caray.

Falta tiempo y espacio para compartir los otros platillos que atesoro como parte de mi vida golosa. Pero ya habrá tiempo, quizá, de platicar sobre ellos en este Animal tan Gourmet.

Por lo pronto, lector, lo dejo. Me avisan que en la cocina ya está ‘al dente’ mi pasta favorita. Y a la señora de la casa no se le hace esperar.  Buen provecho.